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Alfredo R. Bufano




Alfredo R. Bufano

Romancero
(1932)





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Derechos reservados del titular


Primera Edición Digital:
IBSN: 020-012-195-4



Colección La Lira de Orfeo
[BPA] Biblioteca de Poesía Argentina
Director de Colección: Luis Alberto Vittor


[2019] Buenos Aires -Argentina
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ROMANCE OFRECIENDO EL LIBRO


De estos romances de nubes,
de viento, plumas y aguas,
de frágiles florecillas
y hierbezuelas mojadas,
sea para ti el primero
que sus viejas rosas abra
en este libro que huele
a bargueño con manzanas,
a luna de amor antiguo
y a papel de viejas cartas.

Sea para ti el primero,
mi mujer, la muy honrada;
humilde como ninguna,
como ninguna cristiana,
en la soledad valiente,
de oro y hierro en la desgracia,
de miel en las dulces horas
y siempre de amor y lágrimas.

Si yo soy muro, tú eres
hiedra de luz que me abraza;
si yo soy fuego, tú eres
viento a veces y otras agua;
tú eres, si yo soy río,
hondo cauce y tierra arada.

¡Madre de hermosos lobeznos
y de una paloma blanca;
leona, si te los tocan;
gacela, si te los aman!

Como un helecho remoto
te traje a estas montañas;
y en mi soledad floreces,
y en mi silencio te agrandas.

¿No ves? si el valle y los montes,
y las nubes y las aguas,
y los pájaros del cielo
ya por tu nombre te llaman.
¡Deshójate en este libro
y llénalo de tu gracia!

A Héctor Palacios Capdevila




ROMANCE DEL BUEN ROMANCE


Romance del buen romance,
romance del romancero;
viejas lunas de Castilla,
paredones de Toledo,
Guadalquivir luminoso,
sonoros siglos del Duero,
almenas y torreones,
áridos campos manchegos,
cristiandades, morerías,
Granada, Córdoba, Oviedo,
España en redes de oro,
de cristal, de rosa y hierro.

Romance del buen romance,
romance del romancero;
enjuto don Luis de Góngora,
señor de altísimos cielos;
Carvajal, Pero Mexía,
don Francisco de Quevedo,
y tú el de Rivas, ¡oh! Duque
castellano y caballero;
rosas del mar que se abren
derramándose en los vientos.

Romance del buen romance;
don Luis, don Lope, don Diego,
prietas barbas puntiagudas,
alargados rostros secos,
tiesas golillas de espuma,
ojos místicos y fieros,
pálidas manos cerúleas,
espadas, hábitos negros,
hijosdalgo, malandrines,
piratas, monjes, logreros,
sombras por rutas de sangre,
de luz, de gloria y de sueño.

Romance del buen romance,
alárgate en mi sendero,
para que puedan mirarte
mis cansados ojos nuevos.



EL MONTAÑES QUE VIO EL MAR


Entre estos montes de sangre,
entre estas montañas lívidas,
moraba el hombre cenceño
que verdes ojos tenía.

Lo vimos más de una vez
sentado en las cumbres ríspidas,
echando a volar las aves
que en sus miradas dormían.

En un aclarar de malvas
con estrellas desteñidas,
el montañés de ojos verdes
se nos fue sendero arriba.

Llegó a la cumbre hecho sombra
y se perdió entre neblinas.

Con lentitud de camellos
sobre arenas encendidas,
por nuestro valle pasaban
los años en pardas hilas.

Pero una tarde de oro,
¡por la montaña amatista,
vimos llegar un viajero
que nadie reconocía.

Era el hombre de ojos verdes;
mosaicas barbas traía;
lluviosas barbas de espuma
nevadas y retorcidas;
murmullos de caracolas
en sus palabras había,
y al dar sus manos dejaba
aromas de aguas marinas.

¡Nunca tan verdes sus ojos,
ni sus miradas tan limpias!

Donde él sus ojos posaba
horizontes florecían.
—¡He visto el mar, montañeses!
¡He visto el mar! —repetía,
mostrando los dientes blancos
entre una roja sonrisa.
Y el valle, desde esa hora
dio rosas de lejanías.



NOCHE AMARILLA

Sale una luna redonda
bañada en ácido pícrico.
El mundo todo se ha puesto,
se ha puesto todo amarillo.
La acacia en flor se derrama
en pétalos de oro vivo;
lanza cohetes al aire
el jarillal florecido;
pirotecnia de retamas,
de chañares y espinillos.
Albaricoques maduros,
crisantemos desteñidos,
limones reverberantes
penden del cielo en racimos.
Son de azafranes las aguas
anchas y mudas del río.
Se baña en jalde la sombra
en el silencio amarillo.
Danza el Otoño a lo lejos
entre guirnaldas de nísperos.
Modelan buhos de cera
ictéricos duendecillos.
Sobre una gran solfatara
cuelga la Muerte de un hilo.
El cielo se abre en topacios
entre fosfóricos brillos.
Mi cuerpo es todo de ámbar
y de marfiles antiguos;
mi alma, una rosa de sueño
amarillenta de siglos.
Ojos de tigres me alumbran
por los remotos caminos.



LAS DOS LABRIEGAS

Tocadas de blanco lino,
vestidas de lino tétrico,
dos mujeres espectrales
aran un campo desierto.

Apenas se ven sus brazos;
son tardos sus movimientos
tras el arado y la yunta
de escuálidos bueyes negros.

De tan despacio que van
sobre los surcos abiertos,
parece que no pisaran
la tierra sus magros cuerpos.

La tarde tiene un color
que sólo se ve en los sueños.
Difusas nubes rosadas
decoran el ancho cielo.

A lo lejos, en el campo
entre azul y amarillento,
manchan de sombra la tarde,
cipreses, pinos y cedros.

La quietud, con ser tan honda,
es más honda que el silencio.
Florece en gleba el arado,
caminan los bueyes viejos,

tras ellos van las mujeres
como detrás de un entierro,
tocadas de blanco lino,
vestidas de lino tétrico.

Su actitud, más que de arar,
es de contrición y rezo.
La tarde tiene un color
que sólo se ve en los sueños.

En el poniente verdoso
abre su lirio el lucero.
La quietud, con ser tan honda,
no es más honda que el silencio.

Y las dos mujeres aran
el triste campo desierto.
Enfrente del campo arado,
enfrente está el cementerio.


LA ROSA DE TRES PETALOS

Yo era dueño de una rosa,
de una rosa de cien pétalos;
quien los tocaba decía
que era espina el terciopelo.

Colores como esos, nunca
ojos de hombre nunca vieron.

Eran rojos y amatistas,
pálidos, lívidos, negros,
verdes de ocasos remotos
y azules de cielos nuevos.

Ni el sol, en prismas cautivo
daba más hondos reflejos.

Entre la rosa dormían
hechos corola mis sueños,
y se aromaban en ella
caminos, mundos y vientos.

Cayeron después las nieves
de los peores inviernos;
la doblegaron los soles,
largas lluvias, torvos cierzos,

noches de agudas ventiscas,
días de trágicos duelos,
y vientos, mundos y rutas
para enterrarla se abrieron.

De aquella rosa de antaño
sólo me quedan tres pétalos;
uno terrizo, otro gris
y de oro muerto el postrero.

Tres pétalos: ¡mi pobreza,
mi soledad y mi ensueño!


LA LUNA PERDIDA

Perdió la luna el camino
y no lo puede encontrar.

— ¿En dónde está mi camino?
No hace más que preguntar.
— ¿En dónde están mis senderos?
Mis rutas, ¿en dónde están?

Nadie responde, y acaso
ya nadie responderá.
La luna vaga perdida,
blanca de pena mortal,
blanca de lóbregas luces,
blanca de nieve polar.

Sólo en la muerte mis ojos
han visto blancura tal.

Ya no anochece en el mundo
porque la luna no está.

Se fue por otros caminos
que a la alta noche no dan.
Por diurnos cielos de laca,
deshecha de caminar,
triste, angustiada, traslúcida
en su menguante espectral,
vaga la luna perdida
cegada de claridad.

Se cortan los arroyuelos,
de pena solloza el mar,
las fuentes secan sus aguas,
quiebra el lago su cristal;
mástiles, selvas y bosques
no cesan de resonar.

Llora el amor bajo el día,
llora con hondo llorar,
que amor y luna es lo mismo
para nuestra soledad.

Perdió la luna sus rutas
y no las puede encontrar.

Ya no anochece en la tierra
porque la luna no está.
Vaga por cielos remotos
y ya nunca ha de tornar.

Claman estrellas y rosas,
gimen las aguas del mar,
los ríos y los arroyos
de pena, secos están.

Pero la luna no vuelve,
y ya nunca volverá.

¡Blanca luna, blanca luna,
perdida en la eternidad!
¡Poetas: estamos solos
desde hoy, por siempre jamás!


ROMANCE DE REGRESO

Me fui con las hojas verdes
y el verde río sonoro,
con las ubres de las parras
llenas de miel y de gozo.

Me fui con los valles anchos
y los dorados aromos,
con los caminos en flor,
en flor de herrenes y tordos.

Me fui con el alma mía
vestida de frescos tonos,
me fui con los ojos llenos
de claros mundos remotos.

Vuelvo a las viejas montañas
marfil y cera en mi otoño;
ojos blancos y vacíos
de tanto mirar a otros;
manos heladas y frágiles
como antiguos heliotropos,
y todo yo de cenizas,
de sal, de pena y de polvo.
Al llegar, bajo la luna
en el campo he abierto un pozo;
mi corazón he enterrado
como un tubérculo de oro.

Dios hará que se abra un día
hecho lucero o gladiolo;
me lo pondré alborozado
en mi pecho suave y hondo,
y he de volar bajo el cielo
como un halcón luminoso.


LA HERMANA VIAJERA

Algo de luna y de agua
aquella hermana tenía;
algo de pájaro y viento,
de sueño y de nubecilla.

Eran azules sus ojos,
¡y azul es la lejanía!;
remotos cielos y mares
espejaban sus pupilas,
y en su voz y en sus palabras
volaban las golondrinas.

Faisanes de ocasos lueñes
a sus tierras la atraían;
huertos que no eran los suyos
tras las distancias veía;
estrellas de otros colores
trocaba en luz en sus prismas,
y tenía olor de tiempo ,
su cabellera marina.

Un día se fue en silencio;
se fue en silencio.
¡La brisa, la nube, la primavera,
los astros, las golondrinas,
también se van en silencio
por rutas desconocidas!

Se fue en silencio. Y de brumas
por el silencio vestida,
fue niebla, trópico, arena,
sombra, borrasca, ventisca,
tulipán de seda cálida
y milagrosa glicina.

Mis años, cual rosas mustias,
mis años se deshacían
esperando a la viajera
que ya nunca volvería.

Quiso conocer los astros
y no dijo que se iba.
Dejó su casa en silencio;
dejó en silencio la vida.
Y hoy, espectral capitana,
su nave de estrellas guía.


EL PICAPEDRERO

Estaba el picapedrero
sentado al rayo del sol,
labrando una piedra dura
cual otra nunca labró.

De noche en su casa vieja
bajo la luz de un farol,
su piqueta y su martillo
sonaban con triste son.

Tenía el picapedrero
pálido rostro de amor,
inmóvil como la piedra
que labraba su tesón.

Lo vi una tarde y le dije:
¿Qué tallas con tanto ardor?
¿Por qué martillo y piqueta
no cejan en su labor?

—¡Por una barbacanera
me estoy muriendo, señor;
por una barbacanera
que es nieve, rosa y vellón!

¡Sólo esta piedra de muerte
en ella ha hallado mi amor,
y yo me consuelo dándole
la forma de un corazón!


RETRATO

Este muchacho que tiene
negros los ojos y el pelo,
ágiles miembros de gamo,
elástico y firme cuerpo;
este muchacho que mira
de un modo tan grave y tierno,
de un modo que pareciera
estar mirando a lo lejos;
este muchacho que luce
hermoso tórax y cuello,
este muchacho es mi hijo,
mejor que diome el cielo.


¡Clara música del patio;
capitán de barulleros;
luna, relámpago, aroma,
mística rosa y lucero,
ojos por donde yo miro,
boca por donde yo rezo!



II




LA NIÑA QUE SE ENAMORO DEL AGUA

Más fina mujer no vieron
sino los ojos de Dios.
¡No eran más dulces las nubes
que aquellos sus ojos, no;
ni más sedeños los nardos
que su breve cuerpo en flor,
ni más profunda la muerte
que su triste corazón!

Donceles los más preciados
la requirieron de amor.
Príncipes de extrañas tierras,
oro y plata bajo el sol,
llegaban y le ofrecían
de sus tierras lo mejor;
pero a ellas regresaban
envueltos en su dolor.

Entre los bosques se oía
más de una trémula voz,
que no era el alma del viento
ni el canto del ruiseñor,
sino la cuita sin nombre
de tanto iluso amador.

La doncella blanca y leve
como las hebras del sol,
del agua estaba prendada
y al agua su alma le dio.

Estanques, lagos y ríos,
y el mar, mudable señor,
la vieron mirar sus aguas
como nadie las miró.

¿Qué veía la doncella
que así temblaba, mi Dios?
¿Qué mundos desconocidos,
qué luz, qué joya, qué flor
brillar veía en las ondas
de melodioso temblor?

Vestida de blanco puro
un día a un río llegó.
¡No eran más blancas las aguas
que su blanco rostro, no!

Prendada estaba del agua,
y al agua su cuerpo dio.
Prendada estaba del agua
y el agua se la llevó.

Alga, liquen y guijarro
su cuerpo en el agua es hoy,
y clara música ignota
su pálido corazón.


III

RICARDO MONNER SANS


Así era don Ricardo,
don Ricardo Monner Sans.
Ojos lejanos y hondos
de transparente mirar.
Blancos mostachos de nieve
y barba de lino albar.

Figura de fijodalgo
mejor que él, nadie tendrá;
que Dios tan sólo señala
con belleza a la bondad.
Sus palabras, de tan dulces,
eran miel de colmenar.

De tan graves, sus palabras,
nadie olvidarlas podrá.
¡Sus labios sólo se abrieron
para rezar y enseñar!
Así era don Ricardo,
don Ricardo Monner Sans.


PLEGARIA

Estrellas del alto cielo,
ramas del negro pinar,
arroyos de aguas cerriles,
cantos de la soledad,
margaritas de los valles,
tú, pájaro, y tú, rosal;
niños de todas las tierras,
melodía y claridad,
guijarros, nubes, luciérnagas,
acompañadme a rezar
por el alma hecha de incienso
de Ricardo Monner Sans.


EN UN LIBRO DE LETIZIA REPETTO BAEZA DE VALPARAÍSO

I

Hoy quiero hacer un romance
para Letizia Repetto;
hoy que está la tierra en flor,
hoy que están en flor los cielos,
hoy que hay nieve sonrosada
dormida en los durazneros;
hoy que se han puesto su traje
de albas plumas los almendros,
y que las aguas rutilan
como alargados espejos;
hoy que el mundo en mi alma se abre
como un gran árbol de sueño,
y que el verso se me escapa
como ave de entre los dedos;
hoy quiero hacer un romance
para Letizia Repetto.

II

En esta casa poblana,
¡oh soledad y secreto!
entre estos muebles de otrora
y entre estos mures proyectos;
aquí donde sueño y vivo,
donde amo, trabajo y rezo;
aquí, donde abro la tierra
para que nazcan mis versos,
aquí la tengo a Letizia
sobre un calado bargueño,
entre rostros familiares
que me miran en silencio
desde los cielos inmóviles
de la amistad y el recuerdo.

III


Surge de un fondo sombrío,
toda vestida de negro;
se aclara en nubes lejanas
su tez de marfiles viejos.
No sé el color de sus ojos
ni sé el color de su pelo,
pero ambos deben tener
color de estrella y de tiempo,
color de mundos remotos,
de luz, de agua y de sueño.

IV

Ella está en Valparaíso
y yo en mi argentino suelo;
ella junto al mar sonoro
y yo entre cárdenos cerros.
Pero una misma es la luna
y las estrellas del cielo
que ven mis ojos de nieblas
y los suyos, claros, negros,
verdes, garzos o celestes
y enormes ojos chilenos.

V

En este libro que ha escrito
su mano, pongo estos versos:
un trébol de cuatro hojas
cincelado en oro viejo.



LOS DIECISEIS ARRIEROS

En memoria de los dieciséis remeseros cuyanos, muertos bajo un temporal de nieve en el Paso de El Portillo.


Camino de Tunuyán
iban dieciséis arrieros.
Camino de Tunuyán,
claros valles y roquedos,
montañas de pesadillas,
verdes ríos, altos cielos
y olorosos jarillales
entre los aires de enero.

Por El Portillo venían
dieciséis hombres de hierro;
manos volcadas en bronce,
rostros tallados en cedro,
cardones hoscos las barbas,
ojos de bayas de enebro
en donde duerme el terruño
y copia leguas el tiempo.

Camino de Tunuyán,
botas, ponchos y chambergos,
pellones sobre pellones,
guardamontes crujideros,
mandiles verdes y rojos,
recias isangas y arreos,
las amplias oes del lazo
en una, ahorcadas de un tiento;

la cruz del puñal asoma
de entre el cinto chirolero,
y pasan; tierra y color,
bronce, coraje y silencio,
camino de Tunuyán
los dieciseis remeseros.

Mes de verano corría.
Nunca tan límpido el cielo;
quietud de mármol soñaba
en el aire y en los cerros.
Mas de pronto, los nublados
como fantasmas surgieron.
Negras sombras, negras rutas,
negros montes, aires negros.
Se abrieron en gritos rojos
las agrias fauces del viento,
por entre aradas picadas
y torvos desfiladeros.

Después la nieve, la nieve
con su blancura de espectro;
con su trágica blancura
de cal, de osario y de miedo,
llenó las quiebras sombrías,
cubrió los ásperos cerros.
Dios la acostó sobre el valle
como quien acuesta a un muerto
Los verdes ríos cerriles
entre copos se perdieron,
y los caminos del mundo
se cerraron tajo el cielo.

Muías blancas, hombres blancos,
manos yertas, ojos ciegos.
Mes de verano era entonces,
pero cuerpo contra cuerpo
bajo la nieve dormían
los dieciséis remeseros;
dormían bajo la nieve
sueño mejor que otro sueño.
El cielo, roto en blancura,
se echó llorando sobre ellos.
La nieve les dio mortaja;
responso, el pálido viento.

Camino de Tunuyán,
con grave paso de entierro,
dieciséis mulas serranas
llegaron solas al pueblo.


SEMANA SANTA EN LA MONTAÑA


Cielo azul, campos de oro,
aguas finas, ramas quietas,
aroman el aire manso
llaullines y yerbabuenas.
Terrizas calles se alargan
adormecidas de leguas,
orilladas de arrayanes
y de espectrales choperas.

Hay un silencio de nube
tendido sobre la tierra.
Jinetes, mozas y changos
vienen bajando las cuestas;
remolinos de colores,
música de agrias espuelas,
alegrías de coscojas
y viboreos de riendas.

Pero en las almas se abre
un gran silencio de estrellas.
La ermita de la montaña,
acribillada de grietas,
de rumores apagados
y olor de campo se llena.
Jesús abre sus heridas
en lóbrega cruz de leña,
y se derrama en dulzura
en la penumbra de cera.

Afuera el campo de oro,
gañanes, changos y viejas;
tascar de frenos de plata
y tintineos de espuelas.
Pero en las almas se abre
un gran silencio de estrellas.
Y los brazos de la Cruz
florecen sobre la tierra.


CRUZ LOBOS


De Malargüe al Colorado,
Cruz Lobos camino iba;
treinta leguas de por medio
sobre la tierra tendidas;
treinta leguas que se enroscan
en los cerros como víboras;
treinta leguas de silencio
sólo por ver a su niña.

La dejó con sus rebaños
en su chozuela de quincha,
cuando hizo de Juan Riquelme
vaina para su cuchilla.
Jinete en su yegua mora,
entre soles y ventiscas,
vagó por cerros y montes
y por quebradas sombrías,
seguido por cinco galgos
puntiagudos como espinas.

De Malargüe al Colorado
Cruz Lobos silbando iba.
Nocturnas barbas prolongan
su cara enjuta y broncínea,
y sus ojos sagitales
ahondan las lejanías!
Como las grupas del agua
su yegua mora rutila.

Al Colorado Cruz Lobos,
al Colorado ya arriba.
Sólo un silencio de arena
le da a Cruz la bienvenida.
La siesta del monte huele
a sol, a hierbas y a sirria.
Debajo de un algarrobo
ve Cruz que un zaino dormita.

¡El zaino de Juan Riquelme!
Y Cruz Lobos se persigna.
Se acerca al chocil y ve,
ve dos cabezas unidas.
¡El difunto Juan Riquelme
hace el amor todavía!
Del Colorado hacia dentro,
por sendas desconocidas,
jinete en su yegua mora
Cruz Lobos espuelas hinca.

Lleva al anca dos cabezas,
sangrientas, trágicas, lívidas.
Cruz Lobos galopa y canta
con agria voz retorcida:
«No siempre es bueno en el mundo
ser muerto que resucita,
ni puede el tigre cebado
salvarse todos los días».
La voz se clava en la tarde
como si fuera de espinas.


A UN FLAMENCO

Bajo la nieve llegaste
por los caminos del cielo,
poniendo tu mancha rosa
entre tanto albor siniestro.

Cruzaste brumosos ríos,
montes lóbregos y espesos,
silentes llanuras anchas,

cerros, bosques y roquedos.

La nieve sobre tus alas
ponía sus copos trémulos,
y así a mi huerto llegaste,
¡oh solitario flamenco!

Detrás dejaste las aguas
brillantes de Llancanelo,
las pampas de Cochicó
y El Agua de los Terneros,
para posar sobre el blanco
sudario del blanco huerto
la rosa de tu plumaje,
señor del agua y del cielo.

Junto a la acequia sonora
te diste a hilvanar tu ensueño;
corría el agua a tus pies
arrullando tu silencio.

Tus líneas de vieja estampa
y de jarrones chinescos,
breves días ilustraron
el mustio jardín cerrero,
que vio el celeste prodigio
al dar rosas a destiempo.

Bajo una luna de junio,
trágica luna de féretro,
junto al agua luminosa
una noche te hallé muerto.

La claridad torturante
velaba sobre tu cuerpo,
que era un manojo de rosas
abandonado en el suelo.
Corría el agua a tu lado
por los caminos del sueño.


EL MILAGRO

Por los viñedos venía
bañada en oro de siesta.
Por los viñedos venía
la tumultuosa morena.

Pulpa de aurorar la boca,
¡para la sed, qué represa!
los ojos como dos llamas;
las mejillas, dos frambuesas,
desnudos hasta los hombros
los brazos color de arena;
por las rodillas las faldas,
agresivas las caderas;
su tez, gladiolo y jacinto,
y el pelo de madreselvas.

Por los viñedos venía
radiante en oro de siesta,
por el camino dejaba
olor de fruta tras ella.

Salióle al paso Nahuel
con su agria cara de fiera.
Como reseco lagarto
pegado en la faz siniestra,
tiene una ancha cicatriz
desde la boca a la oreja.

Por los viñedos venía,
manzana y sol, la morena.
Nahuel la siente llegar
cual viento de primavera,
tiemblan sus manos velludas,
sus belfos húmedos tiemblan,
y su ancha cara de tigre
se tuerce en lúbrica mueca.

Blanca se ha puesto la niña
como la leche de almendra.
Nahuel la ataja con furia,
la toma con manos férreas;
su áspera boca barbada
pone en los labios de ella.

La voz se le fue a la moza
como una avecilla trémula.
Una paloma en el aire
de pronto revolotea;
trae un puñal en el pico
la milagrosa viajera.

El arma pone en la mano
dulce, dorada y pequeña.
En un abrazo profundo
la moza a Nahuel aprieta,
y por la espalda taurina
la hoja helada le entra.
Con negra sangre de lobo
se humedecieron las hierbas.




Fin de «Romancero»

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