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Ricardo Güiraldes




Ricardo Güiraldes




El Cencerro De Cristal
(1915)





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Primera Edición Digital:
IBSN: 020-012-195-4



Colección La Lira de Orfeo
[BPA] Biblioteca de Poesía Argentina
Director de Colección: Luis Alberto Vittor


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Ricardo Güiraldes




El Cencerro de Cristal









ÍNDICE


Camperas

Mi caballo
Tríptico
Leyenda
Solo
Siesta
Tarde
Chacarera
Quietud
Ladrido
Al hombre que pasó

Plegarias astrales

Reposo
Una palabra a los lunáticos
El principio
Tierra
Lucero
Luna

Viaje 

Viajar
Paseo
Simple
Proa
El nido
Aconcagua

Ciudadanas

Verano
Pierrot
Última Inútil
Póstuma
Música nochera
Alcohólica
Tango
Los tziganos
Los filosofantes
A la mujer que pasa

Realidades de ultramundo

Prisma
Xanto
Marta
Siete verdades y una belleza
Tema grave
El cotorro de los "finaos"
Carnaval de inmortales
Salomé
Esfinge
Un trozo moderno
El emigrado
El verbo
La hora del milagro









ANTEDICHO




     Escribir es mi vicio.

     Primero, fueron cartas, luego cuentos, 
ahora palabras.
     Y de las tres costumbres, ninguna es 
mejor.
     Lo mismo es placer. La pluma que 
escriba o escriba el pensar.





Camperas






MI CABALLO


Es un flete criollo, violento y amontonado.

Vive para el llano.
Sus vasos son ebrios de verde y la tarde, en crepúsculo orificado, se enamoró de sus ojos.
Comió pampa, en gramilla y trébol, y su hocico resopla vastos golpes, en sed de horizonte.
La línea, la eterna línea, allá, en que se acuesta el cielo.

Contra el amanecer, cuando la noche olvida sus estrellas, golpeóse el pecho de oro, y en la tarde, enancó chapas de luz.

Iluso, la tierra rodó al empuje de sus cascos; fue ritmador del mundo.

¿Realidad? ¡Qué importa si vivió de inalcanzable!...

«La Porteña», 1914.


TRÍPTICO


AMANECE

Es la noche de las estrellas; soñolientas parpadean, para dormir en la violencia del día.

Un churrinche, gota de púrpura, emprende su viaje azul.

El disco de luz, invencible en su ascenso, ha desgarrado en amplia herida, las nubes que pesaban sobre él.

Las nubes sangran.



MEDIO DÍA


La atmósfera embebida de átomos solares, tiene solidez irrespirable.

El canto de la torcaza, adormece con la monotonía de su ritmo lloroso.

A lo lejos, el campo reverbera, turbio.

El sol, sus grandes alas desplegadas, plana inmóvil sobre el mundo.


LA ORACIÓN

Las ovejas vuelven del campo.

Rezagadas, las decrépitas y enfermas, son punto final de la larga frase blanca, que parece evaporarse, en el polvo, inmovilizado por la tranquilidad del aire.

Es la hora mística.

Lentamente, la noche se ha dormido, acostada sobre el llano.


«La Porteña», 1913.



LEYENDA


El río dijo al sauce: «Yo soy la vida y, en mi incesante correr, renuevo emociones».

El sauce dijo al río: «Yo soy el poeta, ¿no ves cómo te embellezco, rezando sobre ti las estrofas de mis ramas?».

Dijo el río: «Pues ven conmigo, tú me darás la belleza de tu canto, yo el encanto de nuevas bellezas».

Y aceptó el sauce; pero en la primer caída, la frágil armazón de verdura se desgarró sobre las toscas.

Y dijo el sauce: «Déjame, que si bien soy un momento de alegría en tu carrera, no puedo, sin romperme, seguirte todo el tiempo».

Y el río, para quien el sauce empezaba a ser carga, le depositó en un rincón sereno.

El sauce ha reverdecido y sus hojas besan el agua.

El río sigue su brutal correr, más al pasar frente al poeta, amansa su delirio, y las aguas, acariciando las raíces, han labrado el remanso.

Un encanto fatal, envuelve aquel sitio dormido. La doncella que pasa, no debe ceder al llamado tranquilo.

«La Porteña», 1913.


SOLO

Está el llano perdido en su grandura.

La tarde, sollozando púrpuras, aquieta
las coloreadas vetas,
que depura.
De la cañada el junquillal sonoro,
en rojo y oro,

detiene girones de color,

que haraganean, lentos,
sus últimos momentos.
No hay ni hombres, ni poblado.

«Polvaredas», 1914.


SIESTA


Azules tus ojos. Azules y largos, como un deseo perezoso, cuando el cansancio pesa en tus párpados caídos.

¡Así!..., en el arrobo conventual de una mirada, quisiera reposar mi alma entre la sombra blanda que amontonan tus pestañas.

Mientras los postigos de nuestro cuarto se ribetean de sol.

«La Porteña», 1914.


TARDE


En la indiferencia silente del atardecer pampeano, un vasco canta.

Recuerda cuestas y pendientes rocosas y valles quietos o aldeas pueriles.

La voz es mala, el afinamiento orillea. El ritmo de la guadaña descogota la canción, a cada cadencia ondulosa, que nada es, en la indiferencia llana del atardecer pampeano.

Las ovejas balan volviendo al encierro, el vasco sigue cantando. ¡Nada!... el reflejo en las almas, del morir solar.


«La Porteña», 1914.



CHACARERA


Un día así he visto. Un día largo, en la monotonía de su simplicidad.

        Modesta cabaña
        de barro y de caña.

Barro y caña apelotonados, presurosamente, para una estadía pasajera.

        Un chico a caballo.
        El canto de un gallo.

Fue boyero también el viejo; y el chico será lo que el padre. En cuanto al gallo, es el doméstico correspondiente del chajá lagunero.

        Es de mañanita.

        La seria carreta
        de bolsas repleta.

(Dinero que vendrá de la venta, o dinero que se fue en gastos, de cosecha).

        Tirada por vieja
        boyada pareja.
        Único haber fijo.
        El sol que se asoma
        por sobre una loma.
        Un pavo que se hincha.
        El zaino relincha.

Cosas de la mañana. El patio mezquino, que despierta, en la indiferencia del kilométrico rastrojo.

        Los árboles tiernos
        parecen enfermos,
        en convalescencia
        de escasa potencia.

Seis sauces, cuatro paraísos y diez duraznos, plantados hace dos años y candidatos a ser pisoteados por futuro rodeo. En espera de ese destino, son por ahora el meadero de la perrada.

        Las cuatro gallinas
        se han hecho ladinas,
        a fuerza de ayuno.
        (Antes eran más, pero las comieron).
        El gallo, que es uno,
        las lleva al galpón,
        en tren de malón.

Y si las pilla el viejo, las cascotea de lo lindo, mientras disparan, atoradas de cloqueos.

        Los chanchos que hozan
        y todo destrozan,
        se bañan, con patos,
        en charcos mulatos.

Cada cual eructa a su manera, gozándose en la inmundicia.

No hay más que decir. Techo de zinc, lienzos medio podridos, troja desvencijada. En fin, fue y volverá a ser un pedazo de pampa.

Pero el mismo rancho, los mismos animales, plantas y casas, se desparraman sobre la tierra fértil del gran llano.

        Son la riqueza del país.

        La seria carreta
        de bolsas repleta.

No he hecho una descripción poética; lo cual no impide que este día sea tan humano como el día de la coronación de Jorge V, rey de Inglaterra y emperador de las Indias.


«La porteña», 1915.




QUIETUD

Tarde, tarde,
cae la tarde.
Larga, larga,
se aletarga,
en derrumbe silencioso,
como mirada en un pozo.


«La Porteña», 1914.


LADRIDO

Luna redonda, blanca y lejana.

Paz sobre el mundo y con nosotros.
Pregusto de muerte.
Calma.
La brisa disgrega el pecho en rezos.
El color está de luto.

Un camino, lívido, se va.

Las sombras se achatan, esquivas.
Un sapo hace gárgaras de erres.
La rana mastica palillos sonoros.
Venus guiña a la tierra su ojo punzante.
Los grillos cantan glorias de vidrio.
El viento, en las ramas, chista para profundizar el silencio.
Las palmas digitan, sobre el invisible palor del aire.
El cabello, espinoso, de un Fénix, se espanta de noche.
Las hojas metálicas del eucaliptus, enganchan lacrimales pedazos de luna.
El silencio se duerme.
Pregusto de muerte.

«La Porteña», 1913.


AL HOMBRE QUE PASÓ

Símbolo pampeano y hombre verdadero,
generoso guerrero,
amor, coraje,
¡Salvaje!
Gaucho, por decir mejor.
Ropaje suelto de viento,
protagonista de un cuento
vencedor.

Corazón
de afirmación.
Voluntad
de lealtad.

Cuerpo "morrudo" de hombría,
peregrina correría
que va tranqueando los llanos,
con la vida entre las manos
potentes de valentía.
Vagabunda rebeldía.
Carne de orgullo y destreza,
alma que tiene corteza,
pues no hay viento
ni lamento,
que penetre en su rudeza,
ni doble, de su cabeza,
la arremangada fiereza.

En su melena asoleada,
que va de luz revolcada,
a la oración,
flotando está una intención
quiso libertad, la tuvo
y en su batallar, no hubo
quien le impusiera derrota.
Su sangre, gota por gota
demostró que era ilusoria,
para otros la victoria,
y escribió roja su historia.
Pero hoy el gaucho, vencido,
galopando hacia el olvido,
se perdió.
Su triste ánima en pena
se fue, una noche serena,
y en la cruz del Sur, clavado,
como despojo sagrado,
lo he yo.


«La Porteña», 1915




Plegarias astrales





REPOSO

Acostado sobre la tierra, en la calma absoluta de la noche, hilvano incoherencias.

Mis oídos se tienden hacia los sonidos. Un vago rumor, hecho de mil imperceptibles. Junto a mí, un pasto que escapa al peso del cuerpo cruje apenas. Y los otros, esos que crecen, también tendrán su canto.

Bruscamente evoco el zumbido inmenso de la tierra, en su girar sobre sí misma, mientras cruza el espacio. Ese ruido, como los otros, escapa a la receptividad de mis oídos incapaces.

¿Y si perdiera la tierra su atracción centrípeta?

Siéntome cruzar la atmósfera, despedido en impulso gigantesco.

Y mi alma va tras el infinito, infinitamente.

París, 1911.


UNA PALABRA A LOS LUNÁTICOS


A los que blasfemaron contra el sol; condensador de la tierra. Padre nuestro, generador, que va por las alturas rigiendo fuerzas.

A los que renegaron de S. M. acompasadora de metodizaciones astrales. Culminador por excelencia.

A los pequeños que te temen. ¡Oh supersideral!

Y se inyectaron los rieles de la luna, como un jeringazo de morfina.


VENENO

¡Oh, parisiense, pequeño parisiense, de pecho cóncavo, vientre entecado y cráneo protuberante! Ampliación escultórica del feto.

Exprime tu cerebro, como un grano, y lanza sobre el mundo el pus de su inflamación. Maldice del sol, ante el cual no puedes descubrirte sin peligro de ataque apoplético. Llámale "Bellatre", en nombre de tu impotencia física. "Rastaquouére" dado el inaguantable peso de su oro, y apostrofa de avinados sus crepúsculos, en veneración del alcohol que te conserva en pie. Mánchalo con tus escupitajos de tuberculoso.

Desprécialo por su potencia de multiplicador, tú que, generosamente, desdeñas esa fuerza imposible. Dile, dile con tu boquita de fresa podrida. ¡Eh! ¡va donc, Phoebus!, y canta a la luna, a la luna pálida de Baudelaire, que tan fuerte ha apretado tu garganta, que las lágrimas saltan de tus ojos.

¡Luna! ¡Oh, hermana! Ella no tiene brutalidades para tus músculos enclenques y tu sensibilidad histérica; es buena como una "tune", hinchada como tus mejillas de carroña, y su color de ajenjo empaña las sensaciones del mundo, en el que ya eres impotente para vivir.

«La Porteña», 1914.


EL PRINCIPIO

Era el caos. Decir no y pensar cero.

En el eterno negar, fue brevemente la voluntad de ser. Origen del Sol.

El sol, en asombro de su luz, fue goce de existir; tanto amó su mirada, que pulularon las condensaciones de obscuridad; los astros.

Y los astros giraron de amor ante la gran pupila quieta.

Es el canto eterno en el caos sordo.

La tierra rueda, envuelta en hilachas de oro. Es esclava y amante. Su piel sensible tiene un escalofrío, pulsado por noches y días.

Y nosotros pasamos, como sobre un cutis que ama al contacto de una caricia, corre un tropel de mil vidas sensitivas, que nacen, gozan, sufren y mueren.

«La Porteña», 1914.



TIERRA

Cuna, tumba.

Hágase tu voluntad y no la nuestra.

Danos el pan de cada día y los cataclismos.

Sufre los dolores de éstos tus hijos. ¡Oh pura, que concibes, por obra y gracia del sol, Nuestro Señor, que está en los cielos, todopoderoso!

Santa Madre, sé buena para nuestra vida y ábrenos, esas tus fosas cariñosas en la hora eterna de nuestra muerte.

¡Así sea!

«La Porteña», 1915.


LUCERO


Proa del sol.

Ojo potente.

Vanguardia del día.

Perforador de cobalto, que asciendes, voraz de espacio, a monopolizar las glorias siderales.

Prefacio de luz.

Iniciador.

Suicida cotidiano.

Orgulloso pavo real, que abochornas estrellas.

Breve es tu vida. El sol te mata, pero eres el principio.

Heraldo de luz,
ésa es tu cruz.


«La Porteña», 1915.


LUNA


Luna que haces ulular a los perros y los poetas.

Faro de tiza
astro en camisa.

Disco, casco y guadaña, colgada al hombro de la noche, representante de muerte.

Impotente
intermitente.

Parásito luminoso del sol, chinchorro giratorio de nuestra barca sideral.

Ronda vejiga
pálida miga.

Surtidora de falsas purezas. Frígido ovillo.

Pulcro botón de calzoncillo.
Nadie te teme; todos te quieren. Inofensivo bollo de harina sin importancia.

Blanca jactancia.
Sudario de azoteas. Velador de noctámbulos.

Orgullo hinchado
de trasnochado.
Luna, muerte, maleficio
gorda madama del precipicio.

Ojalá se ahogue dentro de un charco,
tu ojo zarco.

Ángel caído en frialdad, per-in-eternum.

Mundo maldito,
me importa un pito.

Buenos Aires, 1916.





Viaje



VIAJAR

Asimilar horizontes. ¿Qué importa si el mundo es plano o redondo?

Imaginarse como disgregado en la atmósfera, que lo abraza todo. Crear visiones de lugares venideros y saber que siempre serán lejanos, inalcanzables como todo ideal.

Huir lo viejo.

Mirar el filo, que corta una agua espumosa y pesada.

Arrancarse de lo conocido.

Beber lo que viene.

Tener alma de proa.

«Regina Elena», 1914.


PASEO

De Río a Copacabana.

Se dispara sobre impecable asfalto, se agujerea una montaña y se redispara, en herradura, costeando océano y venteándose de marisco.

El mar alinea paralelas blancas con calmos siseos. El cielo está siempre clavado al techo, por sus estrellas; los morros fabrican horizontes de montaña rusa...

Y luna calavereando.

Río de Janeiro, 1914.


SIMPLE

El día se ha muerto.

Cerca, todo lo que cae bajo la luz borrosa de los faroles. Por trechos, agujeros de obscuridad, pedazos de desconocido, donde la imaginación puede crearlo todo.

A lo lejos, la masa densa de la montaña, sobre el cielo huyente, crea el horizonte. En sentido opuesto, donde la vista no alcanza, tierra y agua copulan idéntico beso.

Solo, muy solo, va el camino pequeño.

Pueblo de bambolla, nacido de ensueños voluptuosos. Aldea modesta, mejillón de la cima.

Cielo. Montaña. Mar plegadizo, fuerte, monótono y grande.

Todo tañe en el Ángelus del campanario.

Beaulieu, 1912.


PROA

Hace mar fuerte... ¿fuerte?... Los egocultores decimos así a lo que nos vence y no es el caso.

El mar arrea cordilleras renovadas, que columpian al vapor en cuya proa frenetizo de borrasca.

Busco una metáfora pluriforme e inmensa; algo como fijar el alma caótica, que se empenacha de pedrería.

¿Cómo decir?... Mar... Mar... y mientras insuflo el cráneo de espacio para cantarle mi visión, el insolente me escupió la cara.

«Regina Elena», 1914.


EL NIDO


Donde más alto trepa la sierra, un pico agudo y liso apunta al cielo su puñalada de piedra.

El sol y el viento se astillan entre sus riscos.

Y si la nieve, en su base, le circunda con regio fulgor de pureza, emerge más frío, más puro; severo e inconmovible, en su negrura lustrosa.

Cuando la amenaza de enorme cilindro rojizo rueda del horizonte, como un toldo que se corriese sobre el mundo, las cosas todas se quejan, en terror de espera; la tierra empalidece

a la amenaza brutal de la tormenta. Entonces un punto negro aparece en el espacio, crece y crece, mientras, en impetuosas curvas, viene ampliando la espiral de su vuelo.

Es el Cóndor.

El viento chirría en sus reacias plumas. Y súbitamente, cerrando las alas, desciende en perpendicular hacia la cima, como un pedazo de infinito que cayera sobre tierra.

París, 1912.


ACONCAGUA


Cima. Altura. Cono tendencioso, que escapas de la tierra, hacia la coronación rala de aires eternos.

Aspiración a lo perfecto.

Gran tranquilo. Eterno mojón de cataclismo, cernido de nubes que lloran en tus flancos pétreos, desflocando sobre tu dureza la impotencia blanduzca de sus velámenes, esclavos del viento.

Indiferente.

Caótica cristalización.

Rezo de piedra.

Véngame tu firmeza inconmovible. Dios del silencio. Dios de aspiraciones hacia la perfección sideral.

¡Oh! tú que escapas a la tierra.

Impulso en catalepsia.

Borbotón solidificado.

Serenidad, hecha materia, que duermes al través de los siglos, imperturbablemente.

Vuelo en letargo.

Véngame tu estabilidad perenne, oh, pacificador inerte; dame tu sopor inmutable y la paz de tu quietismo de esfinge geológica.

¡Aconcagua!

Mendoza, 1913.






Ciudadanas






VERANO


Buenos Aires. Calle Santa Fe en el 900. Diciembre. La casa abierta, respirando noche, todo apagado dentro.

Cielo, implacablemente estrellado, cuyo azul de zafiro australiano se aleja, por obra del aturdimiento luminoso que mandan a los ojos los focos eléctricos.

De tiempo en tiempo, coches pasan, en rectilíneos destinos.

En la acera de enfrente, una madre aparea la obesidad de su flácido descanso a las epidérmicas lasitudes de su hija, que corre mano distraída, sobre su muslo, apenas suavizado por un batón rosa.

El reflejo de los focos se aplasta, extendido contra el asfalto.

Caballito, caballito que llevas el fiacre vacío, pareces un cuento, infantil, de madera.


Buenos Aires, 1913.


PIERROT


Nació de un rayo de luna, sobre un muro blanco, y alegre va, desparramando amores.

Son las doce, hora de las apariciones.

Su dedo, fosforescente, abre en París la herida luminosa de Montmartre, y, como mariposas sorbidas por la luz, un vuelo de hetairas cae en remolino. Y como negro bordoneo de insectos, los sedientos de alcohol, de erotismo, de vicio.

Todos llevan en el rostro una palidez de risa dolorosa: es el sello de Pierrot. Y hasta la primera luz del día, el Rey de Histeria prodigará risas, llantos, deseos y cansancios.

Pero el sol ha salido: todo se apaga, todo se avergüenza, y Pierrot, sintiendo el cuerpo disgregarse, arrastra su último malestar, un refrán canallesco, roto entre los dientes.

Cruza una plaza y ve, con odio, la estatua de un Baco robusto, que ríe, la boca en media luna. Él empieza a vivir, con la luz naciente. Su bronce es negruzco y muere en la noche.

-¡Padre grosero! -dice Pierrot-, y el rayo de luz que le pega, en la frente, le mata.

El viejo Baco reanima, entretanto, a su cosquilleo, y los ojos irónicos, mirando el lugar vacío, burlón exclama:

— Pobre mi alma... ¿Te has vuelto loca?

París, 1911.


ÚLTIMA


Duerme, duerme tu gran sueño denso.

¿Recuerdas? Yo sí. Cuando descansabas, pero menos lívida y no con esa mala rigidez, que me entra en el pecho.

No era, como ahora, negro tu lecho, más liviana era mi alma. No velaban tu reposo esos seis fatales cirios, cuya luz trémula enturbia tus facciones.

Era el trabajo.

Trabajo espacioso, ritmado por lenta pluma, que ennegrecía papel con su beso sinuoso, que nunca se borra.

Literario cariño de las frases, acariciadas como queridas.

Pausada eclosión de belleza, que mecía el arrorró de tu respiración dormida.

¡Qué calmo así esperaba el cansancio! Un burdo sopor empañaba mi pensar. Las ideas, nocturnas mariposas de terciopelo, ondeaban al azar, como sopapeadas por el aire, sin embargo quieto.

Vagar así, vagar en lo nulo, de una inconciencia querida.

¡Página vieja!

Esta noche, la última, vino — vino para dejar en tu cuerpo el reposo— el reposo infatigable por los siglos, y que ahora te inmoviliza —te inmoviliza de muerte.

Vino.

Los cirios lloran a Dios sus luminosas lágrimas invertidas — mi pluma raspa.

¡Lágrima negra!

París, 1912.


INÚTIL


Tengo hoy en el alma unos cuentos muy viejos -muy viejos, lejanos.

Nacieron conmigo y fueron ya antes.
Y cuentan palacios.
Espíritus buenos y espíritus malos.
Y llevan perfumes de leyendas bárbaras.
Dragones y encantos.
Encantos maléficos,
buenos milagros.
Son todo lo irreal, y todo lo sueño.
No quieren, ni pueden, nacer pues son vagos.
Son viejos los pobres, son cuentos de abuelo.
Nacidos, quién sabe, mirando en el fuego,
en noche tranquila y apta al recuerdo,
recuerdo de cosas, que nunca existieron.
Cuentos viejos y vagos
y nebulosos,
de episodios fabulosos.
Potentes magos.
Recuerdos.
Cuentos ancianos,
quedad lejanos.

París, 1911.


PÓSTUMA

Fue grande. La muerte empero le cayó encima.

Como una cima,
que se derrumba
sobre su tumba.
Fue genio. Sus concepciones desertaron su cráneo.
Como el estaño,
que se derrama,
bajo la llama.
Fue hombre. Amor pulsó dentro su pecho.
Ahora deshecho
por la ponzoña
de su carroña.

Blanco será y puro
cuando sus huesos, duros,
solos estén.

Y su alma de grande,
su cráneo de genio,
su forma de hombre,
yazcan sin nombre,
santificados por el olvido.
Eterno nido,
de eterna gloria,
fuera de historia.


Buenos Aires, 1915.


MÚSICA NOCHERA


— ¿Quieres? ¿Vamos a divertirnos?

Accedió y fueron al café.

Gente, ruido, baile y música. Música para trasnochadores; música de hotel internacional o de "boite", que era lo que buscaban.

Parado en una silla, sobre una mesa, peroraba el poeta ebrio, con ojos de amplia pupila, vaga, de cocaína o ajenjo.

— Ritmos pseudo-alegres de desenvolvimiento fatal. Cosas para bailar o cantarse en coro. ¡Hay que divertirse! ¡Oh, brevedad humana, saltar, gritar; la vida es breve, reír se debe... a troche-meche, cantando cosas macabras y huyentes, bailando pasos internacionales y tomar vino. Tomar vino, o champagne, o alcohol, que da fuego al hombre y a las lámparas.

¡Cuestión de quemar!

«Orquesta estrepitosa, tapujo de tristezas, despertadora de melancolías dormidas e inútiles. Cada pieza es una pieza menos (y en esto es como en todo). Apurar ritmos vitales, para intensificarlos. Barajar, en plena alma, la exacerbación de todo dolor ajeno, chillado en las pobres cuerdas, víctimas llorosas, como hilachas del alma arrancadas del ovillo».

Él estrechaba a su compañera, que se vende para vivir y sufre, y era de los que viven para comprar y sufren.

Un malestar los torturaba.

Él ebrio seguía su discurso.

-¡Vamos! -dijo.

-Vamos.

El automóvil corrió.

— ¡Llévanos lejos, lejos! donde tú quieras...

No dejaban nada tras ellos, eran libres y sin embargo reían, porque escapaban, así, de divertirse. Buscando, cada uno, el calor del alma amiga, iban recostados; ella, la cabeza en su hombro.

Por delante, el camino largo a recorrer, las sorpresas del vendrá.

Y eso es todo.

Una nueva aventura, que comienza.

¡Oh, destino terrestre, esclavitud centrípeta! No poder emigrar, en grandes elipses sidéreas, por los astros de los astros...

Mar del Plata, 1915.






ALCOHÓLICA


Muy duro, un borracho sale de cualquier esquina. Flamea a cualquier viento y se va a cualquier parte.

¡Qué vergüenza!

Un montón de cosas, deliciosamente incomprensibles, "farrean" en su cerebro (caldera genial, por cierto), y monologa en versos modernistas:

    El viento viene,
    el viento va,
    si se detiene,
    casualidad.

Hace cuatro pasos a la derecha, contra su voluntad y la pared, echa como una ancla su mirada, para afirmarse a la realidad, se da cuenta, que hay mucha neblina y que los faroles deben estar a bordo.

Una mujer pasa a su lado, le mira y se burla.

El borracho reúne las partículas flotantes de su voluntad.

-No estoy tan mamao, como pa’ no romperte la crisma.

Camina diez metros para hacer cinco y celebra esta aventura inesperada.

¡Mujer, muujeer!... Son indudablemente una gran cosa... ¡Poderlas poseer todas!

    Es una racha de amor,
    que me envuelve en su calor.
    Pucha si fuera un suertudo de esos...
    Y engañar a las muchachas,
    lindas, tontas, vivarachas,
    con el goce y el provecho,
   de dejar algo deshecho.

Tropieza ¿con? ... otra mujer... no es la misma... es otra mujer, pues ésta va llevando o es llevada, por un perrito, un vil perrito de esos chiquitos.

El borracho se recuesta en ella y canta, como puede, sobre el aire de la Marsellesa:


    ¡Ser rico, mi Dios,
    ser rico y ser dos!

Vilmente, se traban en diálogo mercantil, pero como el hombre no posee más riqueza que su tranca, piensa:

    El sol y la luna
    no tienen fortuna,
    y van por los cielos,
    sin tantos desvelos.

A la verdad, ¿quiénes son ellos para ansiar más que aquellas altezas?

La mujer se ha borrado por completo. El borracho mira las casas balancearse, inexplicablemente, y se esfuerza en detener ese movimiento mareante.

— Hay que mirar fijo, muy fijo. Inútil. El período del chancho no admite dilaciones y hay que ejecutarse, estomacalmente, contra la primer vidriera... esa de enfrente, con globos de color, a lo botica...

-Pucha, ¡qué tranca! ¡Qué pedazo de tranca tenés, hermano!

    Y sus pasos sin control,
    lo voltean contra un farol.

Mar del Plata, 1915.


TANGO

Tango severo y triste.

Tango de amenaza.

Tango, en que cada nota cae pesada y como a despecho, bajo la mano más bien destinada para abrazar un cabo de cuchillo.

Tango trágico, cuya melodía juega con un tema de pelea.

Ritmo lento, armonía complicada de contratiempos hostiles.

Baile que pone vértigos de exaltación viril en los ánimos que enturbia la bebida.


Creador de siluetas, que se deslizan mudas, bajo la acción hipnótica de un ensueño sangriento.

Chambergos torcidos sobre muecas guasas.

Amor absorbente de tirano, celoso de su voluntad dominadora.

Hembras entregadas, en sumisiones de bestia obediente.

Risa complicada de estupro.

Aliento de prostíbulo. Ambiente que hiede a china guaranga y a macho en sudor de lucha.

Presentimiento de un repentino estallar de gritos y amenazas, que concluirán por sordo quejido, en un chorrear de sangre humeante, como última protesta de ira inútil.

Mancha roja, que se coagula en negro.

Tango fatal, soberbio y bruto.

Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso.

Tango severo y triste.

Tango de amenaza.

Baile de amor y muerte.


París, 1911.


LOS TZIGANOS

Los tziganos tocan con gueto 
esto es inevitable.
R. G

Trémolos exuberantes; bigotes de alambre, en aspa de Miura. Pelo = Virutas de acero, para lustrar parquets. Vibrato al cuarto dedo, abrillantado por un fondo de vaso.
Emoción, amorrrrrr...
Ojos lacrimosos, saltones, atosigados de pestañas. Hornallas palpitantes, por las cuales los pelos se abalanzan hacia el bigote.
Tal cual, el director de orquesta de «Le maquereau qui léche l'écu» dicta su cátedra de «musique excitante».
En su corazón, se columpia el badajo de amor.
La rubia mundana de ojos glaucos, que allí se encuentra esa noche por casualidad, ejecuta masacres de uña en su servilleta, vilmente, insensible.
-¡Oh! tzigano, tzigano. Como son negros los agujeros de tus ojos, que van al alma. Mírame... ¡oh! ¡así! Tu mirada es en mi corazón el arco que aqueja las cuerdas musicales de las ultra sensibilidades. Tzigano, mírame con los brazos de tu alma; cava en mí con el hachich de tu música posesora.
La mundana está, lunáticamente, exangüe. Sus pupilas van a las otras, como alambres estirados. La gente no pasa, entre ellos, consciente de que algo se llevaría por delante.
El vals ha concluido y la mundana se marchita, como una Rosa de Jericó, en el apogeo de su púrpura. Morirá seguramente de alguna tisis histérica. Más esto será para el futuro; por el momento, el poderoso arranca-notas está cercano y viene tal vez... ¡Oh! ¡destino!... a declararle su amor y proponerle fuga (muy musical).
Pero un personaje (tercero en discordia), que la pálida Ipsipila recuerda como su esposo, ha hecho sobre la mesa tremolar con áureo zumbido un Louis, todo de oro.
— Merci, mon prince!
¡Oh! decepciones, ¡ah! vilezas. La pobre alma de Ipsipila se amontona, hecha un sollozo, en la laringe, que ensordece su protesta.
¡Alma, alma! Nunca te entenderán, ¡oh! tierna sensitiva hiperromántica, superimaginativa, en este bajo mundo.


Buenos Aires, 1914. 




LOS FILOSOFANTES


¡Ahí vienen, ahí vienen!

¿No los veis?

Las piernas oscilando, rítmicamente, como metrónomo. Merecen ser una invención prusiana.

«Die Filosofen».

Aquí han venido observadores de rostro importante. Estudian los caracteres, mirando en los ojos y haciendo preguntas. Vienen del Norte.

En sus cerebros pensantes y rumipensantes, fabrican el bolo. Después... groserean y meten las cuatro, en imperativo categórico.

Marcha (composición pomposa).

                  Los filosofantes
                  elefantes,
                  andantes,
                  se llevan las paredes por delante.

¡No hay más que verlos! Lejos de ellos la frivolidad. Son anunciadores de lo grave, de lo abstracto, de lo especulativamente puro e intangible.

Clasifican las pasiones, profetizan porvenires, explican el porqué de lo sucedido, descubren la verdad, demuestran la belleza, todo en nombre de la venerable lógica.

                  Vienen del Norte
                  no bailan con corte.

¿La inconciencia? ¡oh!

¿La impulsividad? ¡oh! ¡oh!

Cigarras imbéciles, ellos son las hormigas.

                  Son graves doctores,
                  no son ruiseñores.

No ríen, no lloran, son la dignidad, el saber. ¡Oh, faros inconmovibles de la ignorancia humana!


                  Con ceño adusto,
                  yerguen el busto.

Un, dos... un, dos... Sus cuerpos han metodizado el desorden natural del paso.

Orden, método, perseverancia, voluntad.

Todo principio es difícil.

Pero:

Rompiéndote la cabeza contra la piedra, brotará un chichón de orgullo.

Como vinieron, así van.
(Marcha pomposa, con pequeña variante).

                  LOS FILOSOFANTES
                  SON GENTE IMPORTANTE,
                  CON PASO ELEFANTE,
                  EN RITMO DE ANDANTE.

¡Ahí se van, ahí se van!...

TELÓN


Buenos Aires, 1914.


A LA MUJER QUE PASA

A la mujer que pasa

¡Oh! el dolor de tu cuerpo voluptuoso, apto a la herida de la carne quemadora.

Vorágine obsesora,
tortura lenta.
Sueño estatuario,
estética de carne.
Vitalidad turbulenta,
camina lenta.

Y deja que ritmen tus talones,

candentes dominaciones.
Estética de carne,
carne de amor.

Belleza, alma pagana de la forma;
diosa que espira su perfecto por la línea,
multivital, del movimiento y del volumen.
Misterioso numen
que ilumina,
el alma de la plástica divina,
que ama por tu cuerpo generoso,
el poderoso,
argumento de lo hermoso.

ENVÍO

Oh, carne dolorosa: Deja que en ti ascienda, por los siglos de los siglos, de un espasmo, hasta el dios que por tus ojos llama los labios oradores.

Y sea mi corazón,
pulsación,
harta de perfección.
Estética de carne, carne de amor.


Buenos Aires, 1816.






Realidades de ultramundo






PRISMA


No busquéis aquí, verdad, razón o deducción alguna.

A otros la enseñanza. A esas enormes cabezas cuadradas, pensantes y rumi-pensantes que hacen de la verde yerba campera un bolo alimenticio.

Ellos dicen: «mucho de lo que crees hermoso, no es sino cieno».

No tengo aptitudes de máquina para transformar bellezas en utilidades, y si algo hay de verdad en mis escritos, culpa mía no es.

El prisma recibe luz e, inconsciente, rompe transparencia en siete colores.

Buenos Aires, 1914.


XANTO


Xanto era difícil. En vano los adoradores volcaban copas de amor sobre la frígida blancura de su belleza.

Nadie supo tocarla, ninguno fue capaz de romper el desprecio que escondía en corteses indiferencias.

En vano hicieron prodigios de ingenio, nunca la emoción irisó su cutis de pétalo.

Xanto fue adorada con un pedestal de respetos, y los deseos, tal hiedras impotentes, jamás llegaron a sus pies deificados.

Xanto, por mirar abajo, se olvidó de sí. Creyéndose de mármol eterno, transformose en su religión y contemplaba su persona, en los reflejos de las miradas, como un episodio de ánfora sagrada.


Buenos Aires, 1914.


MARTA


Los pobres viejos la han perdido; inútil y doloroso preguntarse por qué. Los pobres viejos la han perdido y sus lágrimas no modificarán el dolor que los encorva hacia la tumba.



                  Marta salió al campo, cuando el sol cansado,
                  tendía, sobre el suelo, su manto encarnado.

¿Por qué no vuelve? ¿Qué destino, así, les roba la única risa del alero? No ven los viejos, de ojos seniles, más allá del cariño lanudo con que la amodorraban.

                  No entienden del goce de colorear el alma,
                  con reflejos de tarde y con ritmos de calma.

¿Por qué se iría? Ellos la esperaban, como el bien que pedían en sus oraciones. Ellos la esperaban, junto al fogón, para mecer su almita curiosa con cuentos ancianos.

                  Se fue, por un sendero sin saber adónde,
                  por donde el sol avaro, su oro esconde.


¿Por qué irse así? ¿La torturaron ellos alguna vez? ¿No se habían sometido siempre a sus caprichos exigentes? Ése no era modo de pagar a los pobres viejos su deuda de afecto.


                  Se fue y aún camina, ignorando el destino,
                  se fue caminando, su propio camino.


Ellos la cuidaban de tanto peligro. Ahora va expuesta su belleza a todos los ultrajes de la carne, su candor a todos los insultos, su vida a todas las intromisiones extrañas y curiosas.


                  Un cardo maligno se colgó a su vestido,
                  coronado de gasa, su puño atrevido.


Ellos la mezquinaron al mundo. Pero ¿no era para protegerla? ¿No era para evitar que los perversos la lastimaran con el deseo que podía inspirar su frescura?

                  Las espinas del monte, por besarle el pecho,
                  dejáronle el traje, en hilachas desecho.


¿Y después? Cuando la curiosidad, insana, hubiera roto la tan débil coraza moral ¿qué sería de ella, quién la defendería, sin el amor consejero de los viejos años?


                  Y Marta desnuda se interna en la noche,
                  que de su peplo negro, le prende el broche.


¿Y si se pierde? ¿Qué hará la pobre con su inocencia? Oirá tal vez los consejos, interesados, de algún galante hablador y se perderá al escucharlo.


                  Más el sueño traidor, con pasos de bruja,
                  de atrás sobreviene y a suelo la empuja.


¡Oh! Qué dolor, qué insoportable dolor, imaginarla indiferente al llanto paterno. Cuánto egoísmo, qué tortura a los viejos, que se creían con derecho al amor filial. ¿Por qué ese daño?


                  La luna, indiscreta, le pinta con tiza,
                  una tenue, adherente, blancuzca camisa.


Pobre, pobre alero, que abrazas el rancho triste. Ya no hay juventud bajo tus tejas verdegrises. Pobre alero paterno, ya el objeto es nulo de tus cuidados para quienes no quieren vivir.


                  Y del beso que un fauno le diera dormida,
                  Marta lleva, en sus labios, el ansia adherida.


Los viejos se mueren, los viejos no lloran ya; descansan su dolor en tumba horadada por lágrimas inútiles. Los viejos han muerto.


                  Pero Marta, al fin, vive el cuerpo endiosado,
                  por novísimo ritmo, que el fauno le ha dado.


Buenos Aires, 1913.




SIETE VERDADES Y UNA BELLEZA


Es un camino. Debe ser en Grecia vieja.

Para un lado, va el valle enriqueciendo su flora, para el otro, la tierra, árida, se enferma.

Son el lado del campo; el lado del pueblo.

Algo: dos sombras, dos almas, corren en dirección opuesta.

Con pequeño esfuerzo vese mejor.

El que viene del campo, es un viejo; va despacio y parece llevar una carga. El que sale al campo es joven, va rápidamente y algo parece aletear entre sus brazos.

Al encontrarse el muchacho, impaciente, habla primero:

— ¿Qué llevas, viejo, que tanto te encorva?

— Siete verdades llevo, que he arrancado a mi alma para dar al mundo.

Y a su vez pregunta:

— Y tú ¿qué llevas que caminas tan alado?

— Una belleza llevo, que he arrancado al mundo, para dar a mi alma.

Ambos siguen sus caminos diferentes; el viejo, los ojos bajos, el paso lento; el muchacho, la frente alta, el correr ligero. Uno pensando, el otro sintiendo.

Más el viejo, cansado, descarga sus verdades, y un momento se vuelve para mirar al muchacho, cuya mancha vivaz va empequeñeciéndose hacia el horizonte.

Buenos Aires, 1918.





TEMA GRAVE


Sobre mi escritorio, un amigo filósofo ha dejado una calavera para forzar reflexiones profundas.

La muerte. La eterna pesadilla de muerte, que es la vida. Una guadaña y los ojos redondos, vacíos, que engarzaron una mirada.

Macabrisadas, por larga dentadura riente de espanto, las fosas nasales respiran luz, que se ahueca en el cráneo pergaminoso.

Hondo tema de filosofeo, única razón —dice Schopenhauer. Pero yo conozco otra historia.

Era una princesita insolente y fresca, como una intención de vida. Sus cejas, arqueadas alas de albatros, le asombran los ojos.

¿Es un cuento viejo, o un recuerdo de ayer? De sus orejas, pálidas, como el nácar de las conchas, colgaban dos perlas, sus duras lágrimas. Un velo desmenuzaba, sobre su cuerpo, lluvia azul de transparencia, cargada de pedrerías. Así estaba más desnuda.

La plegaria del poeta decía: Y el pálpito de amor cadenciaba su voz, vibrante como un nervio.

— ¿Por qué tus ojos, voraces, se han incrustado en mi memoria, como rojo tema de persecución? ¡Ídolo inalcanzable! Yo quisiera doblegar el noble orgullo de tu frente y romper la soberbia de tu cuello. Mía quisiera tu boca, de línea torturada, y mío tu cuerpo, ondulante como un mar lívido de tormenta. Sangre ha puesto el Creador en tus labios, para que el sediento de vida, beba.

Tomaba la princesa la guzla del poeta, rompía acordes entre sus cuerdas y en su voz, serena como un rayo de luna, vagaron las estrofas.

— ¿Por qué quieres, ¡oh amado!, sobrepasar la voluptuosidad de un amor contemplativo? Cuando hubieras de este cuerpo bebido la ebriedad, te levantarías de mí, como a la madrugada, hastiado del lecho. No podría yo con el poder, roto, de mi belleza, esclavizar tu deseo, en prolongación de goces concluidos. Espera la hora y dame de tu amor cantos más completos.

Con amor, poesía, música y manjares seguían el dúo eterno y hermoso.

La noche los acercó, y en sus venas rimaron las simpatías de todos los astros.

La calavera está ahí. Su rictus repugnante, impúdico, desnudo de carne, da asco. Su gravedad, inmutable, de cuco, acaba por inspirar risa.

Una voz filosófica surge del cráneo hueco.

— ¿Y la muerte?

— La muerte es un pozo y la filosofía una noria.

«La Porteña», 1914.



EL COTORRO DE LOS «FINAOS»


Un trovero moderno en busca de tristezas inertes, o, tal vez, de un tema cualquiera, transpone a lo gato tétrico el muro de un cementerio.

Alma mortal, recógete y mira.

Tenuidades lunares, pálidas sutilezas que asombran el paisaje entristecido de tumbas.

¡Cómo son blancos los huesos de los muertos y la calavera de la luna!

El trovero inscribe frases, para después:

"Una nota extraviada, de tristezas seculares, ronda las cruces inútiles. Ánimas en pena, vagabundos ecos de vida, huesos blancos del alma, sutilezas lunares, sobras de muerte.

"¡Ángeles de la guardia, cipreses, llamas muertas de cirios subterráneos, vigilad atentos!

"¡Luna inútil, astro lágrima, símbolo del cero!... ¡vete con tus tristezas pálidas y la caravana de tu plata falsa!... Deja que el cementerio muera y rece, en la plegaria enlutada de sus cipreses".

La sombra de Hamlet pasa, macabra.

           Poeta de cementerio,
           poetazo más que serio.
           Mirando una calavera

           «Lo que es y lo que era».

Interiorizaciones abismáticas.

El moderno trovero, que traspuso el muro buscando tal vez un motivo..., etc., se acerca a la aparición añeja y, moderno, aconseja:

-Mirá, hermano, no te compliqués la muerte.

-¿H...?

El poeta moderno. (Masticando prosaicamente un grano de maní).

— ...al fin y al cabo, la vida es mientras vivimos y, una vez que nos morimos, estamos muertos.

Hamlet, sin dignarse contestar, abraza la calavera, temas filosóficos vuelven a su preocupación y desprecia la sandez del poeta reciente.

— ¡Oh, frivolidad humana! Al fin tu cráneo es algo, cuando la muerte lo llena de su vacío.

Se apercibe que el cráneo le sugiere cosas huecas y sin salida. Pero no se lo ha de confesar.

Lo principal, es decir cosas importantes.

           Poetazo, más que serio,
           que hace rimas de dolor.

Mar del Plata, 1915.


CARNAVAL DE INMORTALES

Casi, entro en la inmortalidad.

Esto me pasó, de veras, una noche solitaria, luego de extensos amoríos con mi piano (ese armario de notas) y lecturas poetificantes a voz en cogote.

Sentíame singularmente poderoso. Veinte años, robustos, me centrifugaban hacia la gloria y admiraba mi individuo como una de las peregrinas facturas de naturaleza.

Dormí seguro de un porvenir genial y mi almohada convertida en nube, paseaba esta frente coronada de laureles por inmaculadas beatificaciones, elevadas a la séptima celestitud. ¡Oh! ¡fausto acontecimiento!

Por ahí me di cuenta, haber entrado a la galería de celebridades. Galería elástica por donde, tras el olvido, transudaban las cansadas representaciones de ultra-añejas celebridades.

Traspuse el pórtico agravado de la inscripción:

CULTUS INMORTALIS

No había portero.

¡Qué fiesta!... Miles, dos miles de personas, hacían carnaval, con disfraces multiformes y policromos.

Yo pregunté a un Pierrot (saltimbanqui de amor) qué causa y objeto eran los del sarao.

— ¡No es sarao!... Aquí la cosa es seria... Estás entre los elegidos.

(Pierrot se desmandibuló de risa, a quijada batiente, ni más ni menos que una calavera).

Dejé de mirar este personaje, repugnante y sin sentido común, para asistir a la vida de los demás.

¡Pero!... ¡si los conocía a todos!

Wagner, Aníbal, Mongolffieri, Juan Moreira, Malaquías... se paseaban, como tantos flamencos imbéciles, pomposamente investidos de genio.

¡Oh, qué alegría! ¡Qué alegría!... ¿Entonces yo estaba muerto y equiparado, por los hombres, a los ases de la fama?

¡Qué alegría! ¡Y vaya unos ratos a pasar, de ahora en adelante, terciando con estas grandezas!

Pero ahí viene San Martín, armado de históricas chuletas. De su bolsillo (muy militar) saca un mapa, con cordillera de relieve, lo extiende en el suelo, echándome, por rincón de ojo, una mirada de chico poseedor de chiches, a chico pobre, después de efectuado lo cual, se cuadra soldadescamente justo sobre la ciudad de Mendoza.

¡Algo histórico va a suceder!

San Martín, con ceño conquistador y sonrisa libertadora, levanta un pie, lo pasa al lado de Chile, con mucha prudencia, mientras con el pie argentino hace jueguitos de tobillo, a fin de no perder su centro de gravedad. Concluida esta importante acción, la cara se le plaga de cretinismo satisfecho. Es que ha entrevisto ¡oh porvenir! una futura calle Maipú, en grande Urbis civilizada y satisfactoriamente europea.

Para concluir, el héroe, con heroica marcialidad, vuelve hacia Buenos Aires silbando la marcha de San Lorenzo, sale del mapa, que envuelve cautelosamente, hasta meterlo en su bolsillo militar, me guiña el ojo y van con la música a otra parte, para recomenzar lo concluido. Et sic, per secula seculorum.

Se oye una vocecita de colegial recitando:

— San Martín, general argentino, libertó nuestra patria del yugo español.

— No puede ser, esto es inconcebible; tengo ganas de llorar.

Pero ahí está el Dante.

Erguido, con el Arno a la espalda, perfila su nariz de águila heroica, sobre la policromía, leprada de ventanas, del Pontevecchio.

En su diestra una pluma, en su siniestra, un conglomerado de papeles, cuya carátula lleva el título, DIVINA COMEDIA, en caracteres puro estilo florentino. Es un futuro "libro entre los libros" no para leerse, pero sí para decir que se ha leído; no para entenderse, pero sí para ser comentado.

Estará dividido en tres partes: la primera L'INFERNO, horripilante y seductora, por tratar de pecados irredimibles. De ahí el poeta nos llevará, malgrado el letrero LASCIATE OGNI SPERANZA... al PURGATORIO donde el interés del pecado, cae en lo mediocre. Después viene, después viene... desp... pero me acerco al finado gran poeta, si lo hubo, para inquirirle.

G. — Y ¿qué hace ahí, maestro?

D. — ¡Posar para la inmortalidad!

G. — Pero ¿no tiene su libro LA DIVINA...?

D. — ¡El libro es lo de menos en estas cosas!

La estampa se nubla, óyese la voz de un profesor que perora.

— «El Dante nació en Florencia por el año...»

— ¿Es posible? Me ahogo, mi decepción es limítrofe del llanto.

Pero aparece Beethoven:

Un acorde de marcha fúnebre, incansablemente aullada por variados instrumentos, pseudomusicales, me enturbia de locura, aspirante al vasto sonido.

Beethoven. Cara de genio por excelencia. Un rictus bucal en comisuras despreciativas, bajo la calma bóveda de su frente que inquietan dos cejas vermitorcidas.

¡Aquí! ¡Aquí! Pintores, escultores, aguafuertistas, grabadores. Hermosísima ocasión. ¡Cabeza única para ennoblecer vuestros pinceles, buriles, estecas y planchas!

¡Adelante! Sin respeto... animarse y, a la que te criaste!

Con un paso mecánico, muy de marcha fúnebre, la gran caricatura taciturna pasa, pasa, decreciendo, en los decrecientes acordes de la marcha heroica.

— ¿Así te han puesto? ¿Esto eres, mi pobre grande, en la galería de los inmortales?

— Ya no tengo ganas de llorar. Quiero irme, pero me detiene un temblor de ira.

¡Éste es Napoleón!

Petit caporal. (Muy Messonnier).

— ¿Y vamos a seguir? Mi indignación es un Nilo. Ya no tiemblo.

Miro, asombrado, la caravana de aquellos aparatosos idiotas, que de pronto rompen a cantar coreando al ritmo de un paso impuesto.

SOMOS LOS GENIOS CONSAGRADOS POR LA HUMANIDAD. TODO MORTAL NOS ADMIRA, ENCOMIA, REPRODUCE E IMITA...

Me sentí arrastrado del brazo, por no sé cuál de aquellos figurones.

— Ven — dijo—, y serás uno de nosotros.

Tiré para atrás, hasta que me soltara y todo el desprecio de mi pie, se estrelló en su cara.

Desperté frío de sudor. Largo rato, pasé mi mano sobre la frente, murmurando nombres deificados. Bruscamente, recordé la escena final y en voz alta respondí al silencio asombrado del cuarto obscuro:

-¿Inmortal?... ¡Paso!

«La Porteña», 1914.


SALOMÉ


Oriente y antiguo. Poderosos trampolines del ensueño.

¿Oriente? Debe ser muy rico, muy cálido, voluptuoso, imponderablemente.

¿Antiguo? Tiene que ser histórico.

Tal vez, por estas razones, no sea mi Salomé ni oriental ni antigua.

Empiezo:

             Si canto, llenas mi boca
             mi alma está loca,
             luna, luna,
             luuuuuuuuuuuuna.


             SALOMÉ.

             fechado (noche pálida-post-banquete).


Un trono.

Púrpura y oropeles.

Niágaras de seda.

Desnudeces opacas, a hacer tambalear pilastras.

Las pilastras, sin embargo, no tambalean y la cornisa no tiene por qué temer un golpe. Con lo cual, queda asegurada la existencia de Antipas, por el momento muy echado, hacia adelante, en su trono, sonriendo a... a lo que toda su corte contempla, con aplauso en el semblante. Un gusanito humano, sin sedas ni oropeles, con piel blanca y todos los atributos para gustar al hombre; diminutivos atributos, plurilineales, en las continuas des- y re-composiciones de actitudes a efecto.

Antipas reza:

-Véngame el tu reino, oh Salomé, pequeña que estás en mi carne, la locura mía,

de cada día,

dámela hoy y sufre mis caricias, como yo sufro tus caprichos.

Salomé da vueltas, en puntillas, sobre una hilera de pimpollos que florecen.

Antipas — ...has enredado mi alma en los bucles de tu baile... ¿Por qué así me la retuerces de lascivia?

Salomé cae bajo la calcárea estela del astro noctámbulo. Es una gasa, una nube, pero detiene su gambeteo y recupera su consistencia de virgen láctea.

Antipas — ¡...hostia de mi amor, lunática blanca, histeria de astro!... déjame el borrón de tus axilas de incienso, dame el orbe de tus caderas, lentas y extrañamente pálidas.

Antipas levanta la voz cascada de pasión, Salomé se abandona al baile, pasivamente.

Antipas- ...dame cobalto, en tus ojeras arqueadas de insomnio y la vorágine de tus ojos nocturnos. Prodiga a tu sediento el oasis sanguíneo de tus labios y el lunar desvarío de tu sonrisa... Blanca, oh, pura, blanca, triangulada de negro, que sella tu torturada castidad. ¡Salomé, Salomé! ¿Imperios? ¿Cetro? ¿Tesoros? Di ¿qué quieres por tu lecho?

Descaradamente, con voz cortante y de desagradable altisonancia, la princesita responde, seco:

-La cabeza de Juan.

El Tetrarca, súbitamente enfriado, medita una negativa. Salomé, con el índice en la boca y haciendo pucheros, golpea sobre los machucados pétalos su talón impaciente.

-Bueno, y si no me la da, ¡mejor!

Da vuelta la espalda (incomparable, por cierto) y se va, ondulando, en cadereo afable, la canaleta de su viperina espina dorsal.

Antipas grita:

-Hágase tu voluntad.

Desprende de su cintura una llave que tira al carcelero.

En áurea bandeja, flotando inciertamente, viene la cabeza del malogrado santo.

Salomé se precipita, la alza en peso y la apoya sobre su boca, como un cántaro.

Pero, ¡oh! ¡magia! La cabeza, con repentina decisión, asciende al cielo, con Salomé aferrada a su barba. El pelo del profeta marca un rastro nebuloso, y Salomé, cuyos deditos se entumecen, deja resbalar su presa, que en trazo instantáneo desaparece.

La pálida princesa, así abandonada por espacios siderales, es sorbida por la luna, su domicilio lógico.


«La Porteña», 1914.



ESFINGE


La luna riela su acorde quieto sobre la arena, la arena, la arena.

El acorde quieto se alegra en quebraduras luminosas, sobre y dentro del alabastro del templo-joya, apesadumbrado por el avance de la arena secular, infinitesimal, sepultora, inconsciente, destructora, lenta, pesada, en su constancia de vagabundos oleajes muertos.

El viento pausado —noche que se desplaza—, calor en reposo, sonámbulamente ambulatorio, espolvorea las ondas en blancas tenuidades.


Es el desierto que camina, con musculaciones vertebrales de boa.

Sensación abrumadora, semejante a la que se tupe en el interior de la pirámide, peregrinada hoy.

Allí dentro, una opresión, milenaria, vacía el cráneo, que retumba de olores pastosos y exhalaciones muertas. Se respiran almas viejas, que enturbian la propia, con singulares deseos de vida estancada; vida emparedada, como el alma de una piedra que quisiera sentir.

Aquí el cielo, aunque lejano, es denso; intransmigable. Y la arena, transparentada de luna, entorpece los pies, quita seguridad al equilibrio mental que quisiera sujetarse a una noción precisa.

Eternidad, sin tiempo, monotonía sin siglos. Ayer y hoy.

Una mujer incierta, cuerpo, alma o delirio propio, surge, diáfana como el alabastro embebido de luna, incierta como el viento sonámbulo, joven como la eternidad inmutable del desierto, posesora como el vaho milenario que se amontona en los laberintos momificados de la pirámide.

Se le percibe, lejos y cerca, fuera y dentro de uno, como un borrón de forma, como una evocación tangible que va, por su propio impulso, hacia el misticismo del templo-joya, mártir de arena, de siglos y de luna penetrante.

¡Quién sabe qué plegaria la magnífica! Reza, confundida, con el mármol de una columna inmóvil, vuelve sobre su camino y cae, como una cosa muerta que se muriera. Su cuerpo, volcado, sobre la planicie vasta, tiene la brevedad de un sueño, que rompe el infinito de la nada. Pero vuelve a incorporarse, se aproxima, agrandada en delirio de fiebre ascendente; su claridad destruye el desierto, bebe el cielo, acapara el templo y va a dominar, con toda la fuerza de algo ignoto y lejano que ha vencido los siglos y los sepulcros.

Uno se arquea en la defensa. La imagen se anula.

Queda la luna, pronta a ocultarse, roja como una esfera de metal caldeada al blanco, el sopor de la noche, el viento...

...y todo esto no significa sino haberse dormido, en la arena blanda, frente a un templo de pequeño alabastro egipcio.

Buenos Aires, 1915.


UN TROZO MODERNO

Un acorde en menor, encogido y lastimero, para resumir todos los dolores humanos e inertes.

Sauces, magdalenas, lluvias, nubes desflecadas, payasos tétricos, contorsionistas de este valle de lágrimas. Todo lo que cae, lo que declina, lo que concluye.

Dolores humanos e inertes resumidos por un acorde en menor, encogido, como un caballo destripado, por asta vencedora y que se amontona sobre su dolor, al fin y al cabo suyo. Acorde en menor, amontonado sobre dolores humanos e inertes, como un peludo sobre su vientre vulnerable.

Y tras el acorde que prepara al oidor, con una instintiva contracción de nervios, se insinúa la melodía motivo, sola, sin armonizaciones; imponiéndose, desnuda de atavíos, para significar su dominio, fundamentalmente tétrico.

Dos notas contradictorias, demasiado cercanas, incesto de sonido, inquietante disonancia que no se resuelve en vasto acorde mayor ansiado, ritman el tema.

Es la mordedura del dolor y el dolor no se explaya en franquezas descansadoras.

Esto es suficiente para entrar en el alma del cuento musical intitulado TRISTÁN. Un escuálido "Tristán" poseedor de hermosísima neurastenia morfinomaniática.

Estamos en el subsuelo de una sensibilidad que se debate hacia la luz imposible. La lucha es larga, los violines estiran la melodía, en contraposiciones de sonidos gatunos, y una zarabanda de dolores, encabritados, se retuercen en torno al tema fundamentalmente tétrico, exacerbando la ya inquietante disonancia de las hermanas incestuosas.

¿Qué fantasmagoría, hipnótica, desvariará en los ojos lácteos del morfinómano Tristán?

Pero un violoncelo llora los anhelos pasionales de Isolda y la histeria musical se aplaca, sensiblemente, sin abandonar la fundamental tristeza del tema tétrico.

Una flauta suspira mezquinamente, el aliento brutal de los cobres barre el triperío quejumbroso y amplía el tema con exigencias imperiosas. Se adivina un abrazo, un abrazo torturante, un delirio febril que reemplaza al amor, demasiado conocido, sensación vieja.

Los cobres tiritan, resuellan exhaustos, desfallecen, vuelven a tomar, de soslayo, el nuevo motivo que parecen no poder encarar de frente, embisten los violines, los sonidos se retuercen, en trenzas complicadas, se rompen pulverizados en disparates obsesores, el público se agita en un malestar sudoroso, el director de orquesta se desparrama en contorsiones epilépticas. La música culmina, hasta que exasperadas también de tanto dolor, las cuerdas se rompen y los cobres estallan, como una vulgar gruesa de cohetes.

(Algo así tiene Musset).

Buenos Aires, 1915.


EL EMIGRADO


Era un fauno, de no sé qué templo griego.

Un día dijo: Estoy harto de mármol; volvióse carne eterna y corrió, hacia los bosques históricos de amor.

No más ninfas ni dríadas. Vaya una costeada, protestó el caprípedo, siquiera allí, durmiendo en mi frialdad, no me aburría.

Pero decidió «recorrer el espinel» y fue, entre matorrales, flechando sus ojos en los rincones obscuros.

Ese mismo día (¡qué coincidencia!), bajo la sombra oscilante de un sauce, el vicario de una curia cercana reposaba del calor, su sotana sirviéndole de almohada.

El fauno le tiró una manzana (símbolo funesto).

-¿Qué haces ahí, hombre?

¡Símbolo funesto! El fraile mira la fruta maldita y se persigna.

-¡Vade retro!

Sus ojos mortales no ven al Dios, ni oyen sus oídos la risa glotona.

-Basta, agrega, por hoy de meditaciones; vamos a ejercer nuestra piedad y condenar al amor pecaminoso, en nombre de la pureza divina del Cristo.

El fauno recuerda.

Sus siglos de sueño no han borrado la última impresión de vida griega y la causa de su petrificación, tan larga. El Cristo lo había muerto de frío y de asco, al escupir su amor ingenuo.

Odio.

Las patas golpean, chasqueando, el suelo sonoro y como el fraile, en cuatro, estira su diestra hacia el sombrero, recibe en la simbólica coronilla el topazo enfurecido.

¡Finis!

El cadáver no tiene más que podrirse.

Esa misma noche un padre de aspecto meditativo tomaba en el Pireo el transmediterráneo que le depositaría en Marsella.

Nadie reconoció al fauno de los bosques paganos, pues la sotana, disimula muchas cosas...

Extraño, en verdad, aquél clérigo que, al zarpar del puerto, musitaba oraciones, la vista fija en las ruinas del antiguo templo, mientras piadosas lágrimas descendían por las espesas crines de su barba.

— Pobre grande, carcomido de siglos. Resucitarás, como mi mármol, y yo seré tu mejor profeta.

Monte Himeto peregrinado por los poetas, heroico golfo de Salamina... queridas beldades muertas...

Y el fraile hacía crujir las cuentas de su rosario cristiano.

Pasados los sentimentalismos de las despedidas, Capricus entró en reflexiones personales para arreglarse una vida posible. Por el momento seríale útil conservar su género neutro (lo fraile), y fingiendo beatitudes, asimilarse al ambiente.

Las niñas y señoras le agasajaban como a ser inofensivo, hasta consultarlo en ciertos detalles acerca de pecados dudosos; revelando cosas incomprensibles para el fauno, ignorante del bien y del mal en cuestión amor.

No siendo cristiano, nada sabía de la manzana que avergonzó a Adán y Eva de sus desnudeces.

Más aprendió.

Supo que el amor se ejercía por contrato, como otras tantas ocupaciones sociales.

Supo la desvergüenza de hipócritas amadores.

La envidia babosa de las privadas.

La tortura estúpida de las mujeres de verdad, embozaladas por chusma maldiciente.

La muerte en vida de las que sacrifican Venus a Virgo.

La neurosis de visiones grotescas.

Las insípidas noches obligatorias de cónyuges incompatibles.

Los dramas de todos los esclavos de la coyunda legal.

Pero le habían dicho:

— Hay una ciudad que se liberta, donde el amor vence la ley y hace agujeros de ideal en su obscura retorta de exhalaciones pútridas. «París» y Capricus quiso ver París.

Llegado a la gran ciudad, aplastadora recopilación de piedra, su primer visita fue para el Museo del Louvre, donde, según había oído decir, encontraría conocidos de su tierra natal.

En efecto:

Había dioses, fragmentos de dioses. Toda la historia plástica de Grecia expuesta en forma simétrica, como una colección de estampillas.

Capricus se quedó aquel día, con los párpados a medio caer, sumido en una marea de recuerdos.

Era casi mejor que vivir.

Por mucho tiempo, pasó sus tardes entre la melancolía irreal que transudaba del mármol. Y otro individuo hermoso, aunque no quieto, con la enormidad de los mármoles griegos, compartía esas siestas, inscribiendo de tiempo en tiempo frases o comentarios (pensaba Capricus) sobre cuadrangulares cartoncitos que extraía de un bolsillo.

Cuando Capricus soñó bien su sueño, comenzó a interesarse por el del vecino.

-¿Sería igual? En todo caso, parecía hecho de recuerdos.

El hombre esperaba con la vista fija sobre un pedestal; de pronto los ojos vivían, trabajaba con un relámpago febril en las pupilas, y todo se disolvía, como un fugaz recuerdo de soles áticos, enturbiado de bruma normanda.

Habían de hablar y hablaron. Capricus buscando un símil, el otro buscando, tal vez, un tema para sus tarjetas. Y Capricus dijo:

— ¡Qué hermoso es el cuerpo humano!

Le respondieron:

— ¡El cuerpo humano es indecente, padre!

— Yo no soy padre.

— ¿Y la sotana?

— Un disfraz.

Capricus se acercó, confidencialmente.

— Soy un fauno escapado de mi mármol, allá en las ruinas de un templo griego.

— ¡Bienvenido!

—  ...y aquí están los cuernos que mataron al sórdido fraile de quien heredé estos trapos... pero ¿qué sería de un fauno si llegaran a sorprenderlo?

— Le encarcelarían por mistificador... un fauno viviente, es contra toda lógica e implica un engaño.

— ¿Y usted qué cree?

— No creo nada.

— ¿Ni en mi presencia?

— Ni en su ausencia.

— ¿Y es para todo lo mismo?

— No. Creo en lo que, a mi entender, es hermoso.

— Entonces creerás en mí.

— ¿En el símbolo del estupro?

— En el símbolo de la atracción, que rige todo destino terrestre y planetario. Pero, antes, me dirás, por qué reniegas de la belleza del cuerpo humano.

— No renegué de su belleza... dije que era indecente... seguidme.

Subieron una escalera, viraron a izquierda y derecha, entraron en una gran sala cuyas paredes se cubrían casi totalmente con coloreados pedazos de tela, encuadrada por monótonas vigas, al parecer de oro labrado.

— Esto es pintura.

Capricus se hizo explicar qué era un cuadro, un museo. La estética, por metros, no entraba en su comprensión.

Vio muchos desnudos. Desnudos manoseados por géneros que, cubriendo pretendidas indecencias, las hacían indecentes. Reconoció episodios de su tierra, a pesar del disfraz de los personajes, ora con corazas medioevales, carnes holandesas o actitudes equívocas; y se dio cuenta de la inmoralidad del trapo que delata.

Vagaron hasta el cansancio y, sin ponerse de acuerdo, volvieron al primitivo salón de esculturas.

Capricus parecía abatido. El otro explicó señalando los mármoles.

— Los griegos representaron mujeres desnudas. Los modernos mujeres desnudadas.

Es un reflejo de lo que verás en la vida.

La mujer desnuda es una mujer despojada de su decencia, tiene un carácter libidinoso, pues se le ha desvestido para el acto. ¿Para qué se desnudaría una mujer?

— Sin embargo, el trapo se pone, ¿valdría decir que la que quieren idealizar con tapujos es, en sí, una indecencia?

— ¡Oh! ¡puro criterio!... hoy, por muy pocas, el hombre se vuelve en la calle... son las que llevan algo de estética en sus caritas descubiertas y en lo que se adivina de sus cuerpos... pero ¿una mujer desnuda? Fuera fea con tal que joven, y la baba del bajo deseo fermentará en todo macho.

¡La carne... la carne es la maldecida por la moral vigente... es la inmoralidad, la tentación del espíritu sórdido, la carne es un pretexto de lujuria, un motivo de funciones anatómicas y concupiscencias de chivo o erotismos satánicos, la carne es el cajón de basura que el alma arrastra por la vida...!

Un quejido le cortó la palabra; había hablado con odio, había pegado cada frase como un martillazo sobre el fauno que parecía caer vencido a cada anatema, y su voz concluía por quebrarse ante el propio sacrilegio de sus palabras.

Ahora quedaba estirado de dolor.

El fauno, caído, casi de rodillas, como volteado a golpes, se arrastró hacia él, levantó su rostro, se incorporó, lentamente, hasta que las pupilas entraran en las pupilas y ambos leyeran el dolor.

El poeta, que vio la verdad en la palidez del dios torturado, tuvo la revelación y besó la frente estrechada de martirio.

— Oh, perdona... perdona, pero ahora sé quién eres... perdona que infligiéndome dolor, haya roto algo de tu alma divina... ¡Ven!

El poeta condujo a Capricus hacia el Luxemburgo. Era noche casi. Parejas atardadas.

Blancas florescencias de estatuas. Algo, un mezquino hálito de amor, deificaba el ambiente.

El poeta, estirando al cielo una mano firme, juró.

— «Por Venus, mi diosa predilecta, la carcasa cristiana caerá del cuerpo humano, como las cortezas de los viejos robles. La belleza será desnuda bajo el beso de los dioses tuyos».


Y tuvo el honor de que un fauno verdadero le ciñera en la frente una corona hecha por sus manos.

Días después Capricus había colgado los hábitos y eran inseparables.

Corrieron amores, vieron artistas, frecuentaron paseos y volvieron al museo de las estatuas griegas, donde el pensamiento parecía purificarse filtrado en el ambiente de belleza. Allí comentaban lo visto y sentido.

Capricus perdía color, empalidecía como un vulgar calavera y repelía las mujeres, una vez poseídas, como si el hambre lo hubiese obligado a morder una fruta podrida.

El amor en cinco metros cúbicos de aire marchitado de perfumes los «a cotés», las propuestas cínicas de satisfacer vicios complicados le hacían permanecer, turbado, como una monja violada.

¡Pobre Capricus! ¿Quién hubiera creído que un fauno se consumiera, así, de vergüenza?

Sin embargo, su amigo veíalo apagarse como una vela; no había luz ya en su sangre impulsiva. Y cuando se encontraban solos en la sala de los mármoles, Capricus, ni más ni menos que un loco, musitaba, clavando en el mármol de Venus sus ojos encharcados de tristeza.

— Venus, mi Venus; madre de amor transfigurada y transfiguradora, surtidora de amor, carne de éxtasis. ¡Oh!, pobre madre. El amor se ha podrido, se ha podrido...

Y repetía, como un maniático, las tres últimas palabras, con la sensación de expectorar su alma.

Cuando no quedó de Capricus sino una tristeza ambulatoria, dijo a su amigo:

— Oye, yo me voy a mi templo de piedra.

El poeta nada respondía. Bebió la cicuta con rostro indiferente y aprobó el proyecto.

Capricus partió, las brumas se desataron de su alma.

Volvió a ver a su tierra.

Fue donde el fraile reposaba sus blancos huesos, a la sombra oscilante de un sauce. Allí tiró sus ropas y, con la noche propicia, volvió a su templo.

Cosas viejas y dormidas como él lo fuera.

Un sueño de hastío pesó en su cuerpo y con brusca tensión de muslos potentes incorporose al pedestal vacío para volver a ser de mármol.

Los años pasaron sin daño sobre el fauno. No era así de los mortales.

Un día llegó un anciano poeta de extrañas tierras. Ése vivió toda su vida en el siglo que enfermó otrora a Capricus.

Titilando de vejez buscó por la piedra hasta encontrar al amigo de otros años. Miró largo rato y arrodillado gravó en el pedestal palabras amargas.

«El amor no ha resucitado aún. Duerme, yo he muerto».

Y depositando sin gestos su corona, que las manos, hoy de mármol le otorgaron en lejanos tiempos, se fue... simplemente.

«La Porteña», 1915.


EL VERBO


¿En la tierra, por la edad de piedra? ¿En el paraíso, antes de la expulsión?

Qué sé yo. Pero lo he visto, como veo mi pluma amar la virginidad blanca, del papel.

Un lago quieto, como espejo, que árboles multiformes esmaltan de verde.

¿Ambiente?... El de una flor en eclosión.

Una forma femenina está en la naturaleza, lista a expandir sus ondas vibrátiles. Y la mano que ha de motivar el sonido asoma entre el verdor circundante. Un hombre.

Es el primer encuentro.

Ella se sobrecoge, inmóvil, perforada por novísima congoja. Él avanza, atraído por una debilidad más fuerte que la fuerza de todos sus corajes.

Y son las primeras palabras:
Él alarga sus brazos, sus hombros imploran, las rodillas rezan y fluye el vocablo "mujer".

Ella levanta al cenit su rostro, su cráneo pesa en la nuca, los párpados cierran el mundo exterior, el sacrificio dilata su vida y la palabra diviniza sus labios «amor».

Buenos Aires, 1915.


LA HORA DEL MILAGRO


Bajo el cedro, agujas entrecruzadas; cromos y cadmios haciendo blanduras.

Sombra.

Ramas madres, torcidas en bifurcaciones, tendenciosas al sol denigrante e inevitable como una neurastenia.

Olor macizo que empaña; canto de torcaza (pulsación de sonido); aliento candente del suelo, sudoroso e inerte.

Inoculación de sueño.

El fauno duerme; los puños engarzados bajo el arco ciliar y sus músculos, vencidos, tiritan espantando moscas.

Tal visión tuvo Selenis un día caluroso y burdo, mientras una languidez, inexplicable, hostilizaba sus caderas cadenciosas.

Selenis, una mano bajo el izquierdo amago de seno, contiene los tumultos de su turbación virginal y su mirada, implacablemente crítica, detalla al extraño individuo.

-¡Qué inofensivo parece así, con mueca pueril de sueño!

La adolescente está ya tranquila. Entrada en posesión de su importante personalidad de mujer hermosa, arranca del cedro un gajo seco y despiadadamente, muy coqueta, paga su susto reciente, raspando la manchada piel sensible en arañón impreso como marca de dominio.

El fauno bala de dolor, ridículamente, y Selenis se apercibe que es tan poco temible como un hombre.

Están de pie, mirándose hostilmente.

Ella, desde el orgullo de su belleza; él, con la frente rayada de repentina preocupación, bajo sus cuernos apuntados como un ariete listo. La posición es incómoda, insostenible fuera de un cuadro; la desconfianza defensiva de Selenis, evoluciona hacia la curiosidad y el empaque del fauno se trueca en actitud contrariada.

Insaciable, invulnerable en su audacia, la virgen escudriña de su interlocutor las piernas potentes, los brazos cambrados de posesiones, los cuernos hostiles y porfiados, los ojos muertos como charcos.

El fauno grita, lacerado por la insistencia de aquel inventario insultante.

-¡No me mires así! ... ¡No me desconozcas así! No inutilices mi poder, con esa frialdad científica. Déjame dormir mi noche y no ofendas mi pudor con tu curiosidad de hereje... Soy un fauno, soy todo sexo, por eso el sol me desnuda... tu inexperiencia no comprende y mi poesía sufre, como tu belleza sufriría, expuesta en posición grotesca ante un jurado popular...

Y escapa, brincando por entre el sol, como un rojo demonio histérico.

Selenis está satisfecha de su fuerza, tan rápida a la conquista. No ha entendido nada, pero sospecha una declaración salvaje en aquel vocerío desordenado.

-¡Belleza! ¡Invulnerable belleza, de tintes aurorales! Pero quiere una demostración más evidente. El fauno ha de caer a sus pies, como cualquier festejante. Y Selenis corre tras el fugitivo, echado en un trigal, buscando en la ceguera una anestesia contra la autopsia que la adolescente le impone.

-¿A caso me temes?

-¡Intransferiblemente!

-No te entiendo.

-¡Lo sé!

-¿Quieres ofenderme?

-Ni eso.

Selenis busca una frase aplastadora:

-Bicho grotesco. No sabes siquiera ver, tus ojos titilan ante mi pureza. Pregunta al remanso cómo tornea la sabiduría de mis actitudes. ¡Él aprecia, sí! Y en sus reflejos veo cómo está en su alma mi imagen. ¡Oh, si vinieras!, pero tus ojos titilan.

El fauno endereza sus orejas atentas; tras un silencio responde con malicia:

-Selenis, vanidosa Selenis. ¿Ignoras, acaso, como todas las noches, cuando las sombras inician mi reino, amo a las más hermosas ninfas sobre las riberas pastosas del río sonoro?

Selenis no responde. ¿Serían más bellas las diosas?

Lastimero como un Ícaro, su orgullo cae en duda. Mira sus piececitos y apiadada sobre su persona tan incomprendida, se aleja agobiada por el peso de su cabellera, triste como un sauce de oro.

Ha olvidado al fauno, que la sigue brincando de escondite en escondite, ágil en previsión de victoria sobre la virgen, al cabo mujer indefensa, bajo la brutalidad de su golpe experto.

Pobre Selenis. Toda su fuerza así se ha ido, por la indiferencia de aquel maldito fauno descortés.

Compungida llega al remanso. Los anteriores goces de auto-contemplación la enternecen sobre su pobre, pobre personita, ahora inconsolable para siempre.

El fauno, enmarañado en grandes verdes hojas ribereñas, pregusta los placeres reales que ha de darle la virgen, tan inspiradora de amor, en su humilde lloro.

-Te miraré con toda mi potencia poseedora. ¿No me heristes hoy, con tu frialdad de ignorante curiosa? Ahora sé mi presa dolorida, así luego te serán más caritativos mis brazos, sorbentes como tentáculos.

La virgen surge, inmaculada del peplo, yaciente en aureola en torno a sus pies. El aire se tupe, gira ansioso de contornos. Selenis, estirándose más confiada en la caricia fresca, clama con rezagos de sollozo:

-Río, viejo río, que apretas delirante de espumas mis caderas estrechas y puras.

Consuélame, consuélame con juramentos eternos del dolor que amorata mi alma golpeada.
Di que Selenis es siempre la causa de tu corriente lejana...

Los brazos tendidos, toda oferta, adelanta lentamente, entregando al río como un sacrificio, su blancura estremecida. El río sube, sube, posesor lento, celoso ocultador de tesoros luminosos, y el fauno mira, como un crepúsculo, reducirse la reciente eclosión de intactos encantos obsesores.

Un hálito fervoroso de comunión ha erizado el follaje con murmurio místico.

-Oh, milagro, eterno milagro del deseo (canta el fauno, único poeta y glorificador del culto todopoderoso) espíritu divino, llama eterna del ardor universal, baja en mí tu luz omnipotente.

Y arrodillado, entre las grandes verdes hojas ribereñas, vuélvese él mismo una transfiguración, en el rezo profundo y quieto de la noche que avanza.

Un escalofrío extraño irisa el agua. Selenis se abraza los hombros, y sobrecogida, en temerosa angustia vaga, oye salmodiar la voz monótona.

-¡Mujer, oh! mujer, por quien y para quién existo. Amor hecho belleza. Por ti voy, tras incansable sed de anhelos nuevos. Mujer, que estás en todas y en ninguna, tú que te llamas con los nombres, de las deseadas, hoy eres Selenis, y el culto eterno, se resume en su perfección inviolada.

Selenis, predestinada Selenis, mezclémonos bajo la sagrada parábola de los astros que escriben infinitas conjunciones. Seamos origen y fin de todo. Recemos la plegaria original y los dioses bajarán, en nosotros, por el infinito de un momento. ¡Ven!, a ser, por mis brazos amplios la fuerza primera y la beatitud de todas las atracciones, de todas las alturas, de todos los precipicios.

¡Ven!, y dejaremos de ser nosotros, en la realización de toda aspiración planetaria.

Selenis se reduce, aglomerada en defensas personales, para escapar del miedo extático. Nunca ha oído rezar tan devotamente, y nunca estuvo una plegaria tan en un templo, como la reciente voz, convencida, en la naturaleza respetuosa y expectante.

¡Qué poco es ella, ciega, en el mundo nuevo, inmerecedora de la gran eclosión que en su alma vuelca la voz-brebaje, tan redentora!

Pero el silencio destruye, la noche se satura. Selenis se enfría, en el frío de la corriente que la posee inmovilizada.

¿Quién la sacará de su terror? ¿Quién guiará sus pasos, temerosos, hacia la seguridad del techo paterno?

Nadie; hay que vencerse y se arranca del abrazo frío, surgiendo, como una fosforescencia vaga, el borrón de su blancura luminosa, que entre las verdes hojas ribereñas, ha encendido otras dos pequeñas luces fijas; los ojos del fauno rezador.

Selenis huye. El fauno la persigue y pronto los brazos velludos se abrochan sobre la cintura intacta.

-¡Oh! tengo miedo de ti... déjame correr... tengo miedo...

-¿Por qué han de rechazarme todas así? ¿Por qué me temes, ahora, si luego reposarás, confiada, como un niño, en la seguridad de mis brazos?

-¡Cómo hablas... decías hoy cosas extrañas y fervientes que no entendía, pero me hicieron llorar en el agua lágrimas inútiles!

-Decía mi amor por tu belleza, superior a la de todas las ninfas que he poseído, a la hora de mi reino, sobre las orillas pastosas del río sonoro.

-¡Qué diferente eras hoy! Tu cuerpo se desplomaba inerte y eras temeroso como un pájaro herido.

-Hoy, se cumplía la transfusión dolorosa. Estaba abierto, al sol, haciendo para ahora mi vendimia, y tu mirada, lacerante, hería mi carne abierta, haciéndola chirriar como el agua al fierro enrojecido. Ahora tengo mi luz, tú eres más mujer y menos virgen. Comprendes el significado de mis brazos y la noche vibra sus oquedades en tu alma capullo. Oh, Selenis, hoy eras una negación de mi imperio, ahora tu cuerpo es un templo de misterios fervorosos.

Di Selenis, más hermosa que las diosas, porque eres de carne momentánea ¿quieres ser mi altar?

-No sé, no entiendo, pero habla, habla como hoy, cuando tu voz era la tarde, sobre el río.

Háblame así, entre tus brazos defensores... Dame tu éxtasis.

El milagro viene. Los astros, sangre del espacio, pulsan sus trayectorias de atracciones mutuas. El fauno eleva su alma, hacia las constelaciones y murmura ansioso de eternidad.

-¡Oh, fauno! Oh, creyente luminoso de fe, en ti va a conjugarse el verbo. Serás por un momento el eje de las rotaciones, omniversales, que por los espacios verifican la palabra "amor".

«La Porteña», 1915.


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