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Olga Orozco





Olga Orozco

Cantos a Berenice

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Copyright © 1977 Olga Orozco
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Primera Edición Digital:
IBSN: 020-012-195-4


Colección La Lira de Orfeo
[BPA] Biblioteca de Poesía Argentina
Director de Colección: Luis Alberto Vittor


[2019] Buenos Aires -Argentina
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I


Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas
       de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi
       exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de
     trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos,
garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que
       devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Con errores o trampas,
por esta vez hemos ganado la partida.


II


No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua
       la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la
        sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso
      de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condesándote desde la encandilada
transparencia, probándote otros cuerpos como
fantasmas al revés, como anticipaciones de tu eléctrica
envoltura —el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor
        de un ascua,
en torno de un temblor—.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada
desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja
       brillando entre los dientes.


III


Quiero pensar que no eras la cría repudiada,
hija de gato errante y de gata cautiva
—la pareja precaria, victoriosa en la ley de un
       solo acoplamiento
y sumisa al decreto de algún Malthus tardío que
      impera en el desván—.
Puedo creer que no eras trofeo ni residuo
arrojado al azar desde lo alto de la roca,
ni yo la tejedora que detiene con redes milagrosas el
        vuelo o la caída.
Algo más que piedad, que providencia y desatino erigió
nuestra carpa invulnerable entre las carcomidas
       fundaciones.
Algo que comenzamos a saber entre un plato de leche
y huesos, sólo huesos de desapariciones, tan duros de
        roer.



IV


Que eras la fugitiva de esos tiempos errantes
en los que los demonios se visten con el prestigio de los dioses
y ocultan en criaturas inocentes la ciencia de sus ascuas,
lo denunciaba a veces ese oscuro meteoro,
esa amenaza al rojo que corría veloz desde tu zarpa a tu mirada
estirando tu piel como una elástica permanencia en la huida
o quizás un resorte pronto a saltar bajo la tentación del exterminio.
Que eras, por otra parte, la emisaria de una zona remota
donde el conocimiento pacta con el silencio
y atraviesa los siglos arrastrando como boa de plumas la nostalgia,
lo atestigua ya tu ser secreto,
vuelto en contemplación hacia las nubes de la sabiduría,
suspendido en tus ojos como una lluvia de oro,
más acá del recuerdo, más allá del olvido.
Pero ¿qué fuíste entonces, antes de ser ahora?


V


Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.
Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno —
fango, traición o topo, roedores del muro del hogar, del
       lecho del amor—,
multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de
piedra hasta las cenicientas especias de cocina,
desde el halo del templo hasta el vapor de las
marmitas. Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga
        insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu
       inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);
pero cuando las furias mordían tu corazón como un panal
       de plagas
te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones y
entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.
Pero también los dioses mueren para ser inmortales
y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y
      los escombros.
Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.
Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la
       arena.
Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y
        el ciempiés.
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
—la ciudad envuelta en vendas que anda en las
      pesadillas infantiles —,
y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso
       sarcófago de un dios,
eras apenas tú y eras legión sentada en el
suspenso, simplemente sentada,
con tu aspecto de estas siempre sentada vigilando
       el umbral.


VI


No comiste del loto del olvido
-el homérico privilegio de los dioses-,
porque sabías ya que quien olvida se convierte en objeto
inanimado
-nada más que en resaca o en resto a la deriva-
al antojo del caprichoso mar de otras memorias.
Y así escarbaste un día en tu depósito de sombras
y volviste a anudar con tiernos ligamentos huesecitos dispersos,
tejidos enamorados del sabor de la lluvia,
vísceras dulces como colmenas sobrenaturales para la abeja reina,
dientes que fueron lobos en las estepas de la luna,
garras que fueron tigres en la profunda selva embalsamada.
Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado
que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,
y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran
y al que debes volver.


VII


Aún conservas intacta, memoriosa,
La marca de un antiguo sacramento bajo tu paladar:
tu sello de elegida, tu plenilunio oscuro,
la negra sal del negro escarabajo con el que bautizaron tu linaje
   sagrado
y que llevas, sin duda, de peregrinación en peregrinación.
¿Para quién la consigna?
¿Qué te dejaste aquí? ¿qué posesiones?
¿O qué error milenario volviste a corregir?
Ahora llegas caminando hacia atrás como aquellos que vieron.
Llegas retrocediendo hacia las puertas que se alejan con alas
   vagabundas.
Tal vez te asuste la invisible mano con que intentan asirte
o te espante este calco vacío de otra mano que creíste encontrar.
Vuelcas el plato y permaneces muda como aquellos que vuelven,
como aquellos que saben que la vida es ausencia amordazada,
y el silencio,
una boca cosida que simula el olvido.



VIII


¿Y qué viniste a ser en esta arca impar
donde también «conmigo mi raza se termina»?
Tú, tan semejante a la naturaleza en tu inminente salto
replegado en la jungla del instinto. ¿La gata de las
mieses,
cautiva entre las ruedas del oscuro solsticio
que muelen hasta el último espíritu del
grano? ¿La Perséfona estéril,
arrebatada por la huida del sol a los negros recintos
donde el polvo tapia las puertas y traba los
cerrojos? Si ese fue tu reverso,
¿por qué no te arrojaste de cara a los tejados de
       la primavera?
No hubo ninguna antorcha de rescate por ti,
ni chispas que propiciaran tu división en la progenie.
Jugaste en una vez, con los dados en blanco,
el principio y el fin de tu aventura.
Ganaste a mala luna el gato mutilado
que se pudrió al caer, noche tras noche, por el desagüe
       de tu sueño,
y te quedaste a solas, sin saber, en el alba del celo
—el enjambre furioso, la vibración que atruena—,
interrogando en vano a un hueso ambiguo,
a una indescifrable cabeza de pescado,
a un hermético claustro de semillas,
por si en ellos estaba el aguijón y la
respuesta, por si acaso sabían.



IX


Pero salta, salta otra vez sobre las amapolas,
salta sobre las hogueras de junio sin quemarte,
como si supieras.
Asómate otra vez a plena luz por tu sombra entreabierta,
aunque sólo sembremos como niebla rastrera,
como invasión de arañas transparentes,
la sospecha de que somos de nuevo la bruja y la emisaria.
No lamerán tu rastro dos perros amarillos,
ni volarás en nubes erizadas a la fiesta de Brocken.
No tuvimos más búho que la ráfaga fría para ahuyentar los duendes.
Nuestra maldita alianza con el diablo
fue el poder del terror contra los roedores inasibles
que excavaban sus trampas debajo de la casa;
nuestra señal satánica,
la misma desmesura en la pupila
para precipitar allí las intenciones de la noche embozada;
nuestro pacto de sangre,
nada más que aquel trueque de enigmas insolubles:
otras nosotras mismas.


X


Sí, tú, mi otra yo misma en la horma hechizada de otra piel
ceñida al memorial del rito y la pereza.
No fetiche, donde crujen con alas de langosta los espíritus
   puestos a secar;
no talismán, como una estrella ajena engarzada en la propa de la
   propia tiniebla;
no amuleto, para aventar los negros semilleros del azar;
no gato en su función de animal gato;
sino tú, el tótem palpitante en la cadena rota de mi clan.
¡Ese vínculo como un intercambio de secretos en plena
    combustión!
¡Ese soplo recíproco infundiendo las señales del mal, las señales
   del bien,
en cada tiempo y a cualquier distancia!
¡Esas suertes ligadas bajo el lacre y los sellos de todos los destinos!
¿No guardabas acaso mi alma ensimismada como una tromba
   azul entre tus siete vidas?
¿No custodiaba yo tus siete vidas,
semejantes a un nocturno arco iris en mi espacio interior?
Y este rumor y ese gorgoteo,
este remoto chorro de burbujas soterradas
y ese ronco zumbido de abejorro en suspenso entre los
     laberintos de tu sangre,
¿no serían acaso mi matra más oculto y tu indecible nombre
y la palabra perdida que al rehacerse rehace con plumas blancas la creación?



XI


¿En qué alfabeto mítico aprendiste a interpretar los símbolos?
¿Qué fábulas heroicas te enseñaron?
a sitiar los aviesos anuncios con el foso de la monotonía
y a clavarles después el puñal del relámpago?
Tu poder era el poder de la distancia
que con un golpe cierra su abanico y expulsa al invasor.
Horas que fueron años alertas como lámparas,
pacientes como estatuas frente a huéspedes que vienen y se van.
Tú, inmóvil, sumergida en dorados invernáculos,
en visiones letárgicas bordadas por la conspiración del sol y sus
   oleajes,
acechabas un flanco con repentinas rayas de leopardo,
la música irisada de un abejorro ciego taladrando de pronto todo
   el cosmos,
para hacer estallar bajo un solo zarpazo sus amenazadoras
    maquinarias.
Así pudíste un día replegar el espacio
y descubrir en el fondo de mi corazón alguna sombra intrusa
  entre las sombras,
o adivinar qué oculta telaraña tejían, destejiendo, mis tejidos,
o qué vetas aciagas fraguaban bajo mi piel un mármol implacable
y escarbaste, escarbaste con felpas y pezuñas hasta arrancar el mal
como una perla negra que se disuelve en polvo,
en nada.
Yo te pregunto ahora, entre nosotras,
¿era realmente nada?
¿O atesoraste acaso una por una esas cuentas sombrías
y enhebraste un collar que se hizo nudo en torno a tu garganta?



XII


¡Y hay quien dice que un gato no vale ni la mitad de
       un perro muerto!
Yo atestiguo por tu vigilia y tus ensalmos al borde de
       mi lecho,
curandera a mansalva y arma blanca;
por tu silencio que urde nuestro código con
       tinta incandescente,
escriba en las cambiantes temporadas del alma; por
tu lenguaje análogo al del vaticinio y el secreto,
traductora de signos dispersos en el viento;
por tu paciencia frente a puertas que caen como
       lápidas rotas,
intérprete del oráculo imposible;
por tu sabiduría para excavar la noche y descubrir
       sus presas y sus trampas,
oficiante en las hondas catacumbas del sueño;
por tus ojos cerrados abiertos al revés de toda trama,
vidente ensimismada en el vuelo interior;
por tus orejas como abismos hechizados bajo los
       sortilegios de la música,
prisionera en las redes de luciérnagas que entretejen
       los ángeles;
por tu pelambre dulce y la caricia semejante a la
       hierba de septiembre,
amante de los deslizamientos de la espuma en acecho; por
tu cola que traza las fronteras entre tus posesiones y
        los reinos ajenos,
princesa en su castillo a la deriva en el mar del momento,
por tu olfato de leguas para medir los pasos de mi
       ausencia,
triunfadora sobre los espejismos, el eco y la tiniebla;
por tu manera de acercarte en dos pies para no
       avergonzar mi extraña condición,
compañera de tantas mutaciones en esta centelleante
rotación de quince años.
No atestiguo por ti en ninguna zoológica
subasta donde serías siempre la extranjera.
Apuesto por tus venas anudadas al enigmático
torbellino de otros astros.


XIII


Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de
        un murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para
      encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y
       de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces
      modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde
      se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja
      en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación recorren
desgarradoramente el reverso impensable, el cordaje
de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que
        atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan solo un pequeño rumor de mata que
     se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda,
       extrañamente impenetrable,
allí junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el
       poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.


XIV


Jugabas a esconderte entre los utensilios de cocina
como un extraño objeto tormentoso entre indecibles faunas,
o a desaparecer en las complicidades del follaje
con un manto de dríada dormida bajo los velos de la tarde,
y eras sustancia yerta debajo de un papel que se levanta y anda.
Henchías los armarios con organismos palpitantes
o poblabas los vestidos vacíos con criaturas decapitadas o fantasmas.
Fuiste pájaro y grillo, musgo ciego y topacios errantes.
Ahora sé que tratabas de despistar a tu perseguidora con efímeras máscaras.
No era mentira el túnel con orejas de liebre
ni aquella cacería de invisibles mariposas nocturnas.
Te alcanzó tu enemiga poco a poco
y te envolvió en sus telas como un disfraz e lluviosos andrajos.
Saliste victoriosa en el irreversible juego de no estar.
Sin embargo, aún ahora, cierta respiración desliza un vidrio frío
      por mi espalda.
Y entonces ese insecto radiante que tiembla entre las flores,
la fuga inexplicable de las pequeñas cosas,
un hocico de sombra pegado noche a noche a la ventana, no sé, podría ser,
¿quién me asegura acaso que no juegas a estar, a que te atrapen?


XV


¡Imágenes falaces! ¡Laberintos erróneos los sentidos!
¡Anagramas intransferibles para nombrar la múltiple y
      exigua realidad!
Cada cuerpo encerrado en su Babel sin traducción desde su nacimiento.
Tú también en el centro de un horizonte impar, pequeño
     y desmedido.
¿Cómo era tu visión?
¿Era azul el jardín y la noche el bostezo fosforescente de
      una iguana?
¿Tenían una altura de aves migratorias mis zapatos?
¿Los zócalos comunicaban con andenes secretos que
       llevaban al mar?
¿La música que oías era una aureola blanca
semejante a un incendio en el edén de los niños
     perdidos en el bosque?
¿O era un susurro de galaxias perfumadas en la boca
       del viento?
¿Bebían de tu respiración la esponja palpitante y el
      insaciable pan?
¿Había en cada mueble un rehén sideral cuyos
      huesos crujían por volver a vivir?
¿Cada objeto era un ídolo increíble que reclamaba
      su óbolo,
su cucharada de aceite luminoso desde el amanecer?
¿Olfateabas la luna en la cebolla y la tormenta en el
       espejo?
¿Crecían entre tú y yo inmensos universos transparentes?
¿El mundo era una fiesta de polillas ebrias adentro de
      una nuez?
¿O era una esfera oscura que encerraba sucesivas
       esferas hasta el fin,
allí, donde estabas soñando con crecientes esferas
        como cielos para tu soledad?
¡Inútil cuestionario!
Las preguntas se inscriben como tu dentellada en
       el alfabeto de la selva.
Las respuestas se pierden como tus pasos de algodón
       en los panteones del recuerdo.


XVI


No invento para ti un miserable paraíso de momias
      de ratones,
tan ajeno a tus huesos como el fósil del último invierno en
       el desván;
ni absurdas metamorfosis, ni vanos espejeos de
       leyendas doradas.
Sé que preferirías ser tú misma,
esa protagonista de menudos sucesos archivados en dos
       o tres memorias
y en los anales azarosos del viento.
Pero tampoco puedo abandonarte a un mutilado calco
      de este mundo
donde estés esperándome, esperando,
junto a tus indefensas y ya sobrenaturales pertenencias
—un cuenco, un almohadón, una cesta y un plato—, igual
que una inmigrante que transporta en un fardo el
      fantasmal resumen del pasado.
Y qué cárcel tan pobre elegirías
si te quedaras ciega, plegada entre los bordes
        mezquinos de este libro
como una humilde flor, como un pálido signo que
     perdió su sentido.
¿No hay otro cielo allá para buscarte?
¿No hay acaso un lugar, una mágica estampa iluminada,
en esas fundaciones de papel transparente que erigieron
        los grandes,
ellos, los señores de la mirada larga y al trasluz, Kipling,
Mallarmé, Carroll, Eliot o Baudelaire, para alojar a otras
indescifrables criaturas como tú, como tú prisioneras en
el lazo de oscuros jeroglíficos que
        las ciñe a tu especie?
¿No hay una dulce abuela con manos de alhucema
      y mejillas de miel
bordando relicarios con aquellos escasos momentos
      de dicha que tuvimos,
arrancando malezas de un jardín donde se multiplica
      el desarraigo,
revolviendo en la olla donde vuelven a unirse
      las sustancias de la separación?
Te remito a ese amparo.
Pero reclamo para ti una silla en la feria
      de las tentaciones;
ningún trono de honor,
sino una simple silla a la intemperie para poder
       saltar hacia el amor:
esa gran aventura que hace rodar sus dados como
       abismos errantes.
El paraíso incierto y sin vivir.


XVII


Aunque se borren todos nuestros rastros igual que
     las bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina
Blanca, déjame en el aire tu sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos y
cubras con tu piel noche tras noche la desbordada
       noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de
         otros planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su
       hirviente ablución,
en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis
       palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que ahogue un trozo de este cristal
        de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón, una
tierna señal que horade una por una las hojas de este
       duro calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.

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