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Antonio Esteban Agüero






Antonio Esteban Agüero

Un Hombre Dice Su Pequeño País 
(1972)










Diseño de Tapa: NeoDesign Art Studio


Copyright © 1972  Herederos Antonio Esteban Agüero
Hecho el depósito de ley
Derechos reservados del titular


Primera Edición Digital:
IBSN: 020-012-195-4


Colección La Lira de Orfeo
[BPA] Biblioteca de Poesía Argentina
Director de Colección: Luis Alberto Vittor



[2019] Buenos Aires -Argentina
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ÍNDICE


Digo A Juana Koslay
Digo Los Primeros Dias
Digo Guerras
Digo El Llamado
Digo La Mazamorra
Digo La Tonada
Digo La Fauna
Digo Los Arroyos
Digo El Mate
Digo La Flora
Digo La Minga
Digo Los Oficios
Digo Las Guitarras



Cacique Principal Manuel Baigorrita




DIGO A JUANA KOSLAY

Capitanes vinieron del poniente
por horizontes de nevada piedra
más allá del Arauco hasta las rucas
donde los Huarpes aguzaban flechas,
o machacaban maíz en la conanas,
o pintaban sus ánforas de greda;
capitanes de yelmo y armadura
sobre caballos con la crin espesa,
que asentaban sus cascos españoles
en este suelo por la vez primera;
masculinos y duros, con la espada
sobre los muslos, y en la faz severa
cicatrices de herida o de malaria
y la fatiga de un millar de leguas.
Recorrieron llanuras donde el jume
les prestaba su luz en las hogueras,
y arenales de luna, y salitrales
donde la Vida se tomaba yerma,
y vadearon un Río en cuyas aguas
era la sed una amargura nueva.

Y una tarde los duros Capitanes,
consumidos de páramo y espera,
hacia el Este del sol y la calandria
vieron de pronto levantarse sierras.
«Aquí será» —dijo una voz de mando—
«porque el aire es azul, el agua buena,
y la montaña nos ofrece amparo
si el indio quiere provocarnos guerra».
Y al sentir esa voz descabalgaron,
y tres veces ondearon las banderas.
El Capitán entonces con la espada
trazó en el aire una ciudad aérea,
dibujando la plaza y el ejido,
acá el cabildo, más allá la iglesia,
el fortín al llegar a las colinas,
allá los ranchos de la soldadesca.
Y al mirar una fuga de venados,
con ese nombre bautizó a las Sierras
y a la ausente Ciudad que dibujaba
con el acero de su espada nueva.

Y después silenciosos Michilingues
con su Jefe, Koslay, a la cabeza,
les trajeron la paz en el saludo
y las cosas y frutos de la tierra;
Y entretanto Koslay permanecía
rodeado por arqueros y doncellas,
la hija suya, una hija que tenía
suave los ojos y la cara fresca
y nocturnos cabellos que apretaba
una vincha de plumas como seda,
miraba sonriente y en los ojos
nido le hacia a la mirada tierna
de un soldado español en cuyo pecho
amor ardía en olorosa hoguera;
Gómez Isleño se llamaba, aquí
digo su nombre para que la tierra
no lo olvide jamás porque el soldado
se desposó con la muchacha aquella
y fundó la progenie cuya sangre
da a nuestra gente claridad morena.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
Virgen dulce de Cuyo, Flor de América,
reverente me inclino y te saludo
porque tú fuiste la semilla nuestra
y nos diste color americano
centurias antes que la patria fuera.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
nada guarda tu nombre, ni siquiera
plaza civil, o silenciosa calle,
o troquel de medalla o de moneda,
o fuente comunal o flor de bronce
en San Luis del Venado y de las Sierras.
Pero yo, tu hijo, tu memoria canto,
y hago del verso corazón de piedra
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
para que nunca en los puntanos muera.


DIGO LOS PRIMEROS DIAS


Después hacia el Norte, por el Este,
otro soldado de apellido César,
que venía con naves de Gaboto
ancladas donde el Paraná refleja
las barrancas con ceibos sonrosados
y susurros del agua en las junqueras,
precedido por veinte de los suyos
halló montañas y subió por ellas,
y al llegar a los últimos roquedos,
sobre el Cerro que dicen de La Oveja,
sintió que a los ojos le venía,
sobre una luz amaneciente y bella,
horizontes del Valle del Conlara
en verde, azul y vegetal marea.

Poco después el Capital Francisco
de Villagra, mandado por Cabrera,
entró por el Norte a la Provincia,
anotando las tribus y las hierbas,
mensurando los ríos y las nubes
y la luz y las sombras de las leguas,
hasta que un día en el lugar que todos
nombran y dicen de Las Cortaderas,
vio reunidos a los Comechingones
la rara tribu que habitaba cuevas
y adoraba a Llastay, y convertía
en cera dócil la más dura piedra,
sonó el tambor y los clarines,
y entró en batalla con la raza aquella.
Ah, qué podían descalzos cazadores
contra caballo que incitaba espuela.
Oh, qué podían la honda y el guijarro
contra arcabuces de explosiva fuerza.
Ah, qué podía la frágil epidermis
contra la cota acorazada y férrea.
Si aún ahora campánulas que nacen,
cuando sube la luz de primavera,
en aquel sitio de la muerte injusta
abren corolas de humedad sangrienta.

Y éstos fueron los días iniciales,
horas de horror, pero también de fiesta,
porque el polen viril los fecundaba
violentando clausura de fronteras;
horas de fe, días de sol naciente,
horas de crear, días de casa nueva,
claras horas de hacer el Inventario
que redactaba, con la pluma trémula,
sobre el ronco tambor, o la montura,
mano que un día invalidó la guerra;
horas trayendo la primer semilla
de nogal o de vid, la primer yegua,
el primer asno, la primera cabra,
el primer toro y la primera oveja,
y el arado primero y la guadaña
para los tallos de la mies primera...


DIGO GUERRAS


Y después a lo largo de centurias
se dibujó la inacabable guerra:
marejada de chuzas que subía
en galopante y ancestral marea
a romper el Malón en los fortines
de paloapique o levantada piedra.
Que vivir era entonces milagroso,
porque la vida era una débil hebra
suspendida del viento que cortaba
golpe de lanza, inadvertida flecha,
boleadoras zumbantes, o violento
jirón de lazo o puñalada cruenta.
Cualquier día y en cualquier instante
los vigías de El Lince o El Varela,
con el humo de cardos anunciaban:
«Ya se viene el Malón; estad alerta».
Y en San Luis resonaba una campana
cuyo rebato clausuraba puertas,
tras el miedo de pálidas mujeres
que en hornacinas alumbraban velas,
y los hombres montaban a caballo
armados de espadas o escopetas...
Unas veces vencían, y otras veces
el Malón se volcaba por la aldea
como trueno que viento parecía,
altas las chuzas y las duras crenchas
perfilando en la sombra del poniente
un desfile de bárbaras cimeras.
Fue a veces San Luis, otras Mercedes,
otras El Morro. Saladillo, o Renca,
pero siempre los últimos fortines
que el Río Quinto en su cristal espeja.
Yo quisiera decir para vosotros
algunos hechos de esa larga guerra,
que no van en memoria de papeles
sino que vienen animando lenguas,
y cantar la batalla que una tarde
en Laguna Amarilla sostuvieran
Baígorrita, el Cacique ranquelino,
y el Caudillo puntano, Lanza Seca.
Resonaba el combate, entre las balas
y los caballos de espumosa fuerza
se buscaron los jefes enemigos
con el duro rencor de las espuelas.
Por detrás de la pólvora se oían.
—¡Maula!- gritaron, y soltaron esas
masculinas palabras cuyo golpe
arde en la faz como picor de abeja.
De repente las balas se apagaron,
mudas quedaron tercerola y flecha,
y ambos grupos un círculo cerraron
en torno a Baigorrita y Lanza Seca.
Y los dos, con la lanza solamente,
despuntaron la flor de la pelea,
frente a indios y blancos que callaban
como quien mira una sagrada fiesta.
Remolinos de potros, y artimañas
de centauros veloces, cuya ciencia
les llegaba por sombras de la sangre
desde jinetes que ya son leyenda;
acezar de los pechos, y relinchos;
eran dos hombres y también dos bestias
disputándose el ramo de la Vida
sobre el brillo redondo de la arena.
De repente la lanza del puntano
vióse bajar con masculina fuerza
sobre el rostro del indio Baigorrita
que se dobló sobre las crines negras
del trotón malonero que emprendió
—¡ese vuelo de cascos en la hierba!—
un galope de fuga hacia la Pampa
que lo esperaba con la falda abierta...


DIGO EL LLAMADO


Y después en caballos redomones
que urticaba la prisa de la espuela
galoparon los Chasquis por las calles
de la ciudad donde Dupuy gobierna,
conduciendo papeles que decían:
«el General de San Martín espera
que acudan los puntanos al llamado
de Libertad que les envía América».
Y firmaba Dupuy, sencillamente,
con la mano civil y la modestia
de quien era varón republicano
hasta el cogollo de la misma médula.

Y, los Chasquis partieron, con el poncho
como un ala flotando en la carrera,
hacia todos los rumbos provinciales
por los caminos de herradura o huella,
ignorantes del sol y la fatiga,
sin pensar en la noche o la tormenta;
llegaron hasta el Morro por la tarde,
y por el alba cabalgaron Renca,
y entregaron mensajes en La Toma,
en La Carolina y La Estanzuela,
en las villas de Merlo y Piedra Blanca,
en el Paso del Rey y Cortaderas,
en Nogolí también y San Francisco,
en cada población y en cada aldea,
y en estancias y oscuras pulperías
y en velorios, bautizos y cuadreras,
dondequiera paisanos se juntaran
en solidaria diversión o pena.
Y los hombres dejaban el arado,
o soltaban azada o podaderas,
o la hoz que segaba los trigales,
o la taba o el truco en la taberna,
o el amor de las jóvenes esposas,
o la estancia feudal, o la tapera,
o el cedazo que el oro recogía
cuando lavaban misteriosa arena,
o el telar, o los muros comenzados,
o el rodeo de toros en la yerra,
para ir hasta el valle de las Chacras
donde oficiales anotaban levas.
Y hasta había mujeres que llegaban,
con vestidos de pardas estameñas,
al umbral de Dupuy para decirle:
«Vuesa Merced conoce mi pobreza,
yo no tengo rebaños ni vacadas,
ni un anillo de bodas, ni siquiera
una mula de silla, pero tengo
este muchacho cuya barba empieza».

De Mendoza llegaban los mensajes
breves, de dura y militar urgencia:
«Necesito las mulas prometidas;
necesito mil yardas de bayeta;
necesito caballos; más caballos;
necesito los ponchos y las suelas;
necesito cebollas y limones
para la puna de la Cordillera;
necesito las joyas de las damas
necesito más carros y carretas;
necesito campanas para el bronce
de los clarines; necesito vendas;
necesito el sudor y la fatiga;
necesito hasta el hierro de las rejas
que clausuran canceles y ventanas
para el acero de las bayonetas;
necesito los cuernos para chifles;
necesito maromas y cadenas
para alzar los cañones en los pasos
donde la nieve es una flor eterna;
necesito las lágrimas y el hambre
para más gloria de la Madre América...».

Y San Luis obediente respondía
ahorrando en la sed y la miseria;
río oscuro de hombres que subía;
oscuro río, humanidad morena
que empujaban profundas intuiciones
hacia quién sabe qué remota meta,
entretanto el galope levantaba
remolinos y nubes polvorientas
sobre el anca del último caballo
y el crujido final de las carretas.

Y quedaron chiquillos y mujeres,
sólo mujeres con las caras serias.
y las manos sin hombres, esperando...
San Luis del Venado y de las Sierras.


DIGO LA MAZAMORRA


La Mazamorra ¿sabes?, Es el pan de los pobres,
la leche de las madres con los senos vacíos,
-yo le beso las manos al Inca Viracocha
porque inventó el maíz y enseño su cultivo.

Sobre una artesa viene para unir la familia,
saludada por viejos, festejada por niños,
allá donde las cabras remontan el silencio
y el hambre es una nube con las alas de trigo.

Todo es hermoso en ella: la mazorca madura,
que desgranan en noches de viento campesino,
el mortero y la moza con trenzas sobre el hombro
que entre los granos mezcla rubores y suspiros.

Si la prefieres perfecta busca un cuenco de barro,
y espésala con leves ademanes prolijos
del mecedor cortado de ramas de la higuera
que en el patio da sombra, benteveos e higos.

Y agregale una pizca de ceniza de jume,
la planta que resume los desiertos salinos,
y deja que la llama le transmita su fuerza
hasta que asuma un tinte levemente ambarino.

Cuando la colmes sientes que el pueblo te acompaña
a lo largo de valles, por recodos de ríos,
entre las grandes rocas, debajo de cardones
que arañan con espinas el cristal del estro.

El pueblo te acompaña cada vez que la comes,
llega a tu lado,¿sabes?,se te pone al oído
y te murmura voces que suben a tu sangre
para romper la niebla del mortal egoísmo.

Porque eres uno y todos, comiendo el alimento
de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo;
la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres,
y leche de las madres con los senos vacíos.

Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre,
más que la anciana triste que espera en el camino
tu regreso del campo, la madre de tu madre,
- su cara es una piedra trabajada por siglos -.

Las ciudades ignoran su gusto americano,
y muchos ya no saben su sabor argentino,
Pero ella será siempre lo que fue para el Inca:
nodriza de los pueblos en el páramo andino.

La noche en que fusilen canciones y poetas
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego,
quizás a mí me salven estos versos que digo...


DIGO LA FAUNA


PACHAKAMAC me asista en el empeño
de celebrar y saludar la Fauna
que prospera en el bosque y en el bosque
tiene segura y ancestral morada:
Digo el Puma nocturno y carnicero,
con la pelambre de color de paja,
punzante el ojo y el olfato agudo
cuando siembra terror en la maraña;
digo el Zorro de cola caudalosa,
sabio y sutil perseguidor de caza,
héroe de cuentos que el anciano dice
en la rueda cordial de la velada;
y la Huina que lleva en su pelaje
vivo reflejo de violenta llama;
y el Gato Montés, primo del Tigre;
y la tímida y leve Sacha Cabra,
noble mezcla de gamo y de gacela,
a quién he visto cuando viene al agua
escaparse de mí con la premura
de la saeta que la brisa horada;
y la Liebre pacífica que muerde
tallos de hierba en la feraz cañada
y parece mirar con las orejas
y con los ojos escuchar distancias;
y el Chiñe que ciega a la jauría
con el impacto de su orín amarga;
y el Tucu Tucu, como un topo oscuro;
y el Conejillo o Cuisi de las ramas;
y el Hurón, ondulante y sigiloso,
fiero asesino de terrible zarpa;
y el Quirquincho, con su andar menudo,
el escudo frontal y la coraza
que les presta a los niños campesinos
una convexa y musical guitarra;
y el Mataco que al mínimo peligro
cierra la concha en una esfera parda;
y la Tortuga, silenciosa y lenta;
y la sociable y cómoda Vizcacha.
cavadoras de extensas galerías,
en cuya puerta hay un montón de ramas
por donde sale a celebrar la luna
cuando la luna es claridad nevada.

Digo el Lagarto escurridizo y verde,
bebiendo sol sobre una piedra laja;
y el Matuasto vestido como el musgo;
y la robusta cola de la Iguana,
la que a veces flagela piquillines
para lograr que la cosecha caiga;
y la Culebra de brillante dorso
que la gente designa Cubrecama;
y la humilde Lombriz, trabajadora,
como labriego que trasuda y ara;
y la Serpiente Cascabel, silbante,
cuya ponzoña cuando roza mata,
la que a veces reemplaza a los terneros
en las rosadas ubres de las vacas;
y el Gusano de luz, fosforescente;
y la reptante y fuerte L'ampalagua
que por veces se atreve con el Puma,
y ha solido vencer en la batalla...

Digo la Chuña cuyo grito anuncia
la vecindad de la llovizna grata;
y el Avestruz que corre por el prado
con la alegría de sus piernas largas;
y la Perdiz, con sus pasitos breves,
¡Oh, la Perdiz de silbadoras alas;
y el Tero Tero, cuando expande y gira
los circulares gritos de la alarma;
y la Llamita, esa volante lumbre,
de quien se teme que al rozar las pajas
las convierta en incendio pavoroso
por el contacto de su ardiente brasa;
y el Bichofeo que en su silbo trueca
la soledad en dicha que acompaña;
y el Caburé, con su disfraz de Buho;
y el Tordo azul, cuando corona el tala,
numeroso de música y revuelo,
cual otra alegre floración alada;
y el Pica Hueso, de potente pico;
y la Paloma Santa Cruz llamada,
cuyo nombre es un rezo y cuyo canto
es una tierna invocación cristiana;
y la Mandioca que comparte el cetro
del hermoso trinar con la Calandria;
y el Boyerito, con su nido suave;
y el Tililí que anida entre las cañas;
y el doliente Quejón cuyo lamento
trae memorias de una antigua llaga;
y el Carancho, ese fúnebre enlutado,
nuncio de muerte en la quietud dorada;
y el Rey del Bosque, cuyo canto fluye
desde el río de luz de su garganta;
y allá, sobre el campo, entre las nubes,
la poderosa libertad del Aguila.

Y aquí digo a los mágicos insectos,
ínfimos seres cuya ciencia extraña
nos ofrece la llave prodigiosa
que los enigmas de la Esfinge guarda:

Y aquí digo la Oruga transitoria,
al parecer dormida y vulnerada,
que despierta de pronto en mariposa
y es en la luz como otra luz con alas;
y el Mamboretá que viene con la brisa
a mostrarme su efigie de fantasma;
y el Camuatí que sabe de las flores
todo el dulzor en infinita gama,
y atesora la miel para el invierno
al igual que la urente Lechíguana;
y el Pajuan que sepulta su tesoro
en vizcachera o cueva abandonada;
y el Moscardón, sonoro y masculino;
y la Abejita de la miel rosada,
cuya miel es un beso adolescente
que nos deja la boca perfumada;
y el Aguacil, libélula brillante,
que viene y va sobre el espejo de agua
con un vuelo tan leve y armonioso
que más que vuelo es una aérea danza;
y la Linterna cuya luz destella
como el iris detrás de las pestañas.;
y el Tuco, ese príncipe noctámbulo,
que enriquece la mano y la mirada
con su cuerpo de jade donde brilla
la reluciente flor de la esmeralda;
y el Tábano cruel que nos despierta
súbitamente de la siesta larga
con su viva y quemante mordedura;
y la forzuda y mítica Atatanga
que uno encuentra al azar de los senderos
siempre atrás de rebaños y vacadas,
redondeando su esfera de planeta
con perfección que al alfarero iguala;
y la Hormiga que lleva su cosecha
a la ciudad secreta y soterrada;
y la Araña, la insigne tejedora,
que nos ofrece la emoción sagrada
de admirar al rocío prisionero
entre los hilos de flotante gasa;
y el Grillo que tañe ensimismado
su guitarrillo de nocturna plata;
y esa reina del bosque en el estío
por quien yo tengo musical hermana,
himnos del Sol y cantos de la Vida,
la susurrante y pánica Cigarra...


DIGO LA TONADA


El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.

Y el Idioma triunfó, los ruiseñores
de Castilla vencieron, la calandria
cuya voz era tierra, barro nuestro,
son y zumo de tierra americana
de repente calló cuando los hierros
agrios del odio en su dolor de fragua
le marcaron el pecho que gemía
y segaron la luz de su garganta…

Pero la lucha prosiguió en la sombra,
una guerra de acentos y palabras,
de fugitivas voces y vocablos
con las venas sangrantes que buscaban
refugiarse en la frente o esconderse
en la nocturna claridad del alma
perdiendo expresión y contenido,
la sonora raíz, la leve gracia,
el poder bautismal y la semilla
para ser sólo la sutil fragancia
que nos sella la voz con el anillo
popular y común de la tonada:
Yo entrecierro los ojos y la escucho
venir y llegar hasta mi almohada
como un largo rumor de caracola,
como memoria de mujer descalza,
como llega la música en la brisa
si la brisa es arroyo de guitarra;
y la siento volar en la tertulia
de labio en labio, mariposa mansa,
suave cuerda que vibra, quena sorda,
o fugaz sugerencia de campana;
y la escucho en la voz que me despierta
con el mate y su luz en la mañana
cuando el sol es un padre que nos dona
el reciente verdor de la esperanza;
y la escucho en un niño que transita
por el sendero que trazó la cabra
y me grita: ¡Buen día! y me conforta
con la sonrisa de su alegre cara;
de repente la siento que rodea
mi corazón como una mano blanda
si la voz de la madre o de la esposa
se florece con íntimas palabras;
alguna noche la escuché en Rosario
en la voz de una joven que pasaba
y eso sólo bastó para que viera
amanecer los cerros del Conlara;
y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no se qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cuotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el "sí" suspirado que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto
y suspirar en la recién casada.
Dondequiera que esté yo la escucho
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...

No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suene el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música nuestra soterrada,
este leve clamor, esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza,
este oscuro puñal inadvertido
este perfil oral, esta campana,
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.


DIGO LOS ARROYOS

Y ese tenue rumor inadvertido
que llega a mí sobre el silencio blando
del aire montañés con la sorpresa
de son de mar en caracol guardado.
¿Y esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente tañidos y vibrados?
¿Y esa flauta de acentos campesinos
que murmura detrás de los collados?
Son los arroyos de mi tierra, el cielo
que ha preferido descender cantando
por arterias de cerro y de llanura,
líquido cielo musicalizado.
Como el indio yacente que ponía
la oreja en tierra para oír caballos
galopantes y ariscos a lo lejos,
y acertaba su número, y sus pasos,
y su rumbo también, yo me reclino
en la dura colina, sobre el pasto,
para oír los arroyos cuyas voces
hacen vibrar este país serrano.
Es primero El Trapiche, con el agua
verde y azul en su color verano,
donde sauces antiguos se saludan
de una a la otra margen, y los álamos
como arqueros ilusos acribillan
las tardes y las nubes con sus pájaros;
y El Volcán, que serpentea dulcemente,
de arboledas y huertos orillado,
presidido por leves cortaderas
que abanican el aire con penachos,
donde núbiles mozas se desnudan
para vestirse de cristal helado:
y más allá, entre peñas herrumbrosas,
el arroyo que dicen El Durazno,
donde beben las cabras y los berros
tienen sabor a luna y a barranco;
y El Molino, que nace entre los montes,
cuyo señor es el Mogote Bayo,
y refleja los cóndores que pasan
con las alas inmóviles, y el ancho
rumoroso silencio de los molles
sobre laderas de color leonado;
y el arroyo del Tigre, a cuya vera
supo mi infancia duplicar su encanto
en los días de sol, cuando subía
de roca en roca con los pies descalzos
a buscar la piscina transparente
que el torrente cavara en el basalto;
y el Cautana también en la quebrada
con farallones de andesina y cuarzo,
donde helechos y ardientes amapolas
tienden al agua vegetales labios:
y El Uspara, ese arroyo que desciende
por serranías de cristal morado
como un hilo de espuma murmurante,
roto cien veces, pero siempre intacto:
y aquel arroyo de La Sepultura,
tan dramáticamente solitario,
donde un día sonoros arcabuces
vieron caer a portadores de arcos:
y el arroyo que en Bajo de los Véliz
corre por rocas de perfil extraño,
donde amonitas que ya son de piedra
nos evocan la fauna del terciario:
y el arroyo que nutre las palmeras,
lírico arroyo de Los Papagayos,
donde suele buscar aguamarinas
el vagabundo de mudable paso;
y los arroyos que en el Tomolasta
vieron un día arrodillarse incanos
con la oscura codicia sumergida
hasta la arena de secretos áureos;
y el arroyo que nombran Riecito
con palabra feliz los comarcanos,
cuya fuente sonríe en lloraderos
que custodian los Cerros del Rosario;
y El Chorrillo que lame unas taperas
donde narra la voz de los ancianos
tuvo su cuna el payador que un día
con la guitarra venciera al Diablo;
y el arroyo del Águila, que tiene
una cascada con mejor remanso,
cuyo espejo recuerda a las muchachas
cuando se pone corazón de fauno;
y los arroyos de los Cerros Negros;
y los arroyos de los Cerros Largos;
y el arroyo de Quines que se torna
agricultor al descender al llano,
y se vuelve dulzor en la naranja
y en las olivas amargor dorado,
y el arroyo Los Molles que cabalga,
potro de luna, los roquedos bravos
y circunda las quintas del Potrero
para después domesticarse en lago;
y el arroyo Luluara, cuyas voces
guarda mi oído como son de piano
sentido alguna vez en la penumbra
de no sé cual atardecer lejano;
y el Virorco también, que muchas veces
vio a los pumas beber y a los venados,
cuando todo era libre y la provincia;
ignoraba fronteras y alambradas:
y el arroyo Juan Gómez, con su isla
donde alternan el tala y el quebracho,
que le inventan rincones de penumbra
para el silencio de los solitarios;
y el arroyo Los Puquios, que se ha vuelto,
por la virtud de un artificio hidráulico,
un afluente de embalse para goce
de pejerreyes de metal lunado;
y el arroyo Las Águilas, arriba,
junto al cerro Retana, con los saltos,
verticales y locos, que resuenan
por la quebrada como un trueno largo;
y el arroyo Pancanta, que refleja
aquel paisaje mineralizado
donde todo es de piedra y sólo vive
la fría lumbre mineral del cuarzo;
y el arroyo La Carpa en el recodo
que parece un espejo biselado
para el rostro del Cielo y de la Nube,
que en él navega como un cisne blanco;
y el Chutunza, que forma una cañada,
donde es hermoso recorrer el prado
entre piedras con líquenes y musgos
y mariposas de esplendor vibrado;
y aquel otro que dicen Mulas Muertas
y cuyo nombre de sabor dramático
perpetúa el arreo y la creciente
en la batalla que una vez libraron;
y el arroyo Guayaguas, que me viera
una noche dormir sobre el recado,
al amor de su música celeste
mientras llovían sobre mí los astros;
y el Piedra Blanca, cuya voz oía
mi Madre susurrar entre los álamos
en la noche y la luz en que nacía
este que ahora le armoniza cantos.
Y los otros arroyos, los arroyos que yo
recuerdo, pero no he nombrado,
que parecen ensueño de pintores,
sol y belleza para enamorados;
rememoro el sabor de sus corrientes,
liquido fruto, uvas de cielo, glaucos
y celestes racimos que bebía
sitibundo y de pecho sobre el pasto,
con el sol en diciembre y la cigarra
que cantaba mi sed y la del campo.
¡Oh, los arroyos de mi tierra! Sangra
leve y azul de mi terruño amado;
musicales arterias de la roca
donde se escucha al corazón puntano.

¡Arpa de agua. San Luis, guitarra verde
cuyo coraje son arroyos claros!


DIGO EL MATE


Porque sábado es hoy y la mañana
como una fruta desde el tala cae,
y soy joven y sano, y me navegan
tradiciones y música la sangre,
quiero ser otra vez, entre vosotros
para decir y celebrar el Mate.

De Guarania nos vino con la Yerba
que resume fragancias tropicales,
y ese barro de América que un día
vio que llegaban sigilosas naves,
con cadenas, y perros y arcabuces,
y duras voces vulnerando el aire;
Verde Yerba de América, divina
como todas las cosas naturales
Santa Yerba de América, sembrada
y tendió la llanura hacia naciente,
y hacia poniente levantó los Andes,
y la Coca sembró para los Quichuas,
y el Algarrobo para pan del Huarpe.

Yo era niño –recuerdo- y la primera
memoria verde se remonta al Mate,
en mi casa de Merlo, donde el día
comenzaba a girar cuando mi Madre
sorprendía el hervor de la tetera
entre volutas de vapor quemante:
Y era luego la lenta ceremonia,
vieja suma de gestos y ademanes,
aquel ir y venir de la cuchara,
la visión del azúcar, el fragante
esplendor de la Yerba, la bombilla
con doradas virolas y espirales,
y el porongo de plata que tenía
curva de seno adolescente y grácil,
y cobraba, de premio, en la penumbra
nítida luz de religioso cáliz;
Ubre dulce me fue, mi vino verde,
mi pan primero, mi nodriza amante.

Yo recuerdo sus íntimos sabores,
y también sus diversas variedades:
Dulce Mate del alba que se bebe
morosamente al emprender un viaje,
en la puerta de casa mientras miro
entre neblinas despertar el valle;
y aquel Mate primero del retorno
por la sombra con grillos de la tarde,
que nos vuelve liviana la fatiga
sobre los hombros como un ala de ave;
y ese Mate que beben los troperos
cuando regresan de Salinas Grandes;
y aquel Mate nocturno que me diera
una muchacha cuya boca suave
daba un beso primero a la bombilla
como manera de poder besarme;
y aquel Mate gustado en la cocina,
escuchando al anciano Magallanes,
dibujar sobre el humo las historias
del Niño Ladino y de Urdemales;
y aquel Mate que sabe a veramota
y el que guarda memoria del husillo;
y el que a mastuerzo y mejorana sabe;
y el que una gota de aguardiente trae;
y ese Mate gustado en la penumbra
que conforman higueras y nogales,
mientras crece la siesta, y la cigarra
el masculino corazón me tañe;
y aquel Mate de bodas, con su gusto
a rama nueva, a porvenir, a encaje;
y ese Mate bebido en Carolina
y el que bebí en la Sierra El Gigante;
y el que un día me dieron en Trapiche;
y el que supe gustar en Rumi-Huasi;
y aquel fúnebre Mate que bebimos
en el velorio de Adelaida Chávez,
lamentando su muerte y admirando
su juventud de porcelana frágil...

Pueblo somos por Él; desde centurias
su costumbre nos forma, como sabe
modelar un cacharro el alfarero
con la destreza de su mano suave;
él nos dio, generoso, las virtudes
que entrelazan raíces esenciales
en el nudo del ser, y nos perfilan
un idéntico rostro innumerable;
porque en Él se juntaba la Familia,
como el agua diversa sobre el cauce,
y al juntarse quebraba el egoísmo,
el monólogo torpe, las cobardes
galerías del odio, y frutecía
sobre mazorcas de granar afable;
y nos fue profesor de democracia,
a pesar de los hierros coloniales,
porque supo igualar a la bombilla
la sed del Hijo con la sed del Padre,
el dolor de la criada y la señora,
la hartura del rico con el hambre
milenaria del pobre, de tal modo,
que supimos medir en lo que vale
la celeste razón que nos convierte
en ciudadanos civilmente iguales.

Y por qué no decir las Cebadoras,
que vestidas de sedas o percales,
o calzadas de tímida alpargata,
o con zapatos de charol brillante,
bajo el sol y la luna de la Vida
supieron darme los mejores mates;
viejas eran algunas, con el rostro
a corteza del molle semejante,
lindas eran algunas, otras feas,
desgarbadas, coquetas, elegantes,
con cabello retinto como el ala
voladora de tordos y zorzales,
o teñido por leve plenilunio,
o lo mismo que sombra de trigales,
pero en todas igual se prodigaba
la gracia criolla como miel amable.

Sólo nombres conservo, como guarda
de las flores su olor el caminante:
Doña Mercho Cornejo, Lola López,
Francisca Cuello, Evangelina Páez,
Reginalda Lucero, Pancha Orozco,
Adelina Yanzón, Rosario Báez,
Clara Chiringo, Petronila Gómez,
Minerva Leyes –prima de mi padre-,
Doña Delia Baigorria, Doña Isaura,
Sara Bedoya, Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla,
y la por siempre recordada Carmen.

¿Por donde andarán ahora que las digo,
y las vuelvo una esencia para el Arte?
¿Cuál cocina gobiernan? ¿Qué alacena
acomodan y limpian? ¿Qué zaguanes
las contemplan barrer por la mañana
con las escobas de pichana? ¿Cuáles
los arcones que ordenan en domingo?
¿Qué chirigua las oye entre los sauces?
¿Dónde sueñan, o lloran? ¿Dónde ríen?
¿Bajo cuál piedra con su nombre yacen?

De repente me callo porque siento
una voz que me nombra, y, acercarse,
sobre un tímido andar y una mirada,
cálido, y dulce, y nacional, el Mate...


DIGO LA FLORA

Quiero este digo como piedra dura
clara piedra de luna conmovida
vencedora del musgo y de la lluvia,
triunfadora del tiempo y de la ortiga
para decir los nombres de la flora
que navegan mi frente pensativa,
viejos nombres del árbol y la hierba
y también de las rientes florecillas,
nombres sabrosos, sugerentes nombres,
que a veces son como la cosa misma,
recorridos por músicas secretas,
perfumados de savia y de resina,
castellanos a veces y otras veces
con abolengos araucano o quichua.

El Tala nombro, cuya sombra tiene
transparencia de lumbre submarina,
con el ramaje complicado y vasto,
como creado por loca fantasía,
recubierto de pálida verdura,
que los ojos encanta y clarifica,
y el Chañar y su espíritu gregario,
pues no sabe crecer sin compañía,
bello de flores cuando acaba octubre,
rico de frutos cuando enero inicia,
y el Piquillín, agudo como un grito,
tunicado de innúmeras espinas
que defienden las gemas de su fruta
de toda humana o animal codicia,
piquillín del infante y de la abeja,
piquillín del pájaro y la víbora,
bajo el sol y la sombra de tu nombre
vuelvo a leer mi infancia campesina,
y el Palán-Palán, en cuyo acento
se oye sonar una remota esquila,
y el Espinillo con flores que parecen
oro de bucles, redonda pelusilla,
surtidor de fragancia que nos llena
el alma toda de una azul caricia,
y el Ucle de largos candelabros
que parecen arder a mediodía,
y el Tintitaco, el de leña fuerte,
y también la utilísima Jarilla,
que produce la escoba para el patio
y carbones de lumbre sostenida,
y es color en la lana de la colcha,
y salud en la criolla medicina,
y el Caldén, solitario en su grandeza
como los héroes de la saga antigua,
y el Molle, que nace donde el bosque
comienza a trepar por las colinas,
viejo amigo de cabras y regatos,
arbol señor en cuya fronda habitan
la frescura más riente de la sombra
y el sonido más puro de la brisa.

Y el Quebracho rugoso y poderoso,
fuerte columna de las selvas indias;
y el Coco que guarda en su corteza
beta de jaspe o de alabastro,
rica para mano de artífice paciente
o para torno y gubia de ebanista,
y el Peje, el flechero silencioso
en quien lo verde se trocó en espina,
erizado dragón, guerrero rudo,
siempre dispuesto a la valiente lidia,
y el Llantón que llora si la lluvia
en alas del viento se aproxima,
y el Retamo de nudos sarmentosos,
cuya madera cuando está pulida
se parece a los ónices brillantes
oor sus betas verdosas y amarillas,
y el Algarrobo, siempre el Algarrobo,
con su joven verdor que purifica,
hijo del sol y padre de la sombra,
prócer y solo en la quietud del día.

Y ahora digo las hierbas numerosas
que conoce mi mano sensitiva,
verdes labios del bosque en primavera
que recogen la luz y la energía,
que navegan la luz para trocarla
en corazón y fuente de la vida.
pachamama las nutre de su seno,
cuando la savia su retorno inicia,
y ellas cubren el valle y la pradera,
en invasión que avanza cada día,
como asalto de viento o de marea,
sobre el terruño pardo de provincia.
olas alegres, renacer fragante,
verde mar prisionero en la semilla,
que despierta de pronto sobre el mundo,
para acunarlo en pechos de nodriza.

De repente los nombres de las flores
llegan a mí por sendas de la brisa,
a posarse en la rama de mi pecho,
donde se suele aposentar la dicha,
el Vinagrillo de color del oro
cuya corola es una copa fina,
y donde beben rocío los rundunes,
y dulzuras de polen las avispas,
y la Flor del Aire, suma de belleza,
nieve fragante, estrella florecida
reclinada en los troncos suavemente
como en un pecho varonil la niña
con su tenue fragancia que parece
venir de allá, donde la noche gira.
y los ángeles cantan a los muertos,
la celeste canción que resucita,
y la Verbena de color morado
y también la silvestre Margarita,
la luna con sol que sueña blandamente
bajo el beso y la nana de la brisa
y esa gota de sangre sobre el aire
que se llama Flor de Maravilla,
con que a veces inventan las muchachas
arrebol para labios y mejillas,
y el Suspiro, perfecta como el cielo
y traslúcida y leve y sensitiva,
flor de ver con los ojos entornados
y alabar con el alma de rodillas,
y el Topasaire como un sol pequeño,
y un Tulipán sin nombre todavía
cáliz azul, campánula luciente,
que cierta vez, al declinar el día
me detuvo en el bosque largo rato
como el destello de una perla viva,
y la Pasión, que en pétalo y estambre
más y mejor que la vitela escrita
nos refiere la historia del calvario
la sola flor que celebró la misa,
y el Loconte, la flor estrafalaria
a las barbas del duende parecida,
y el Hachón, esa virgen luminosa,
fieramente celada por espinas,
y también la modesta Salvilora
que descubre una trémula amatista,
y la copa solar del Kiskaluro,
y la Saeta con su luz marina,
que parece una lágrima temblando
sobre la fresca hierba amanecida,
y la bella Lagaña de los perros
a quien rindo galante pleitesía,
y el Ilolay, la flor de la leyenda
que nos devuelve la visión perdida.
¡Ellas guarden mi nombre del olvido
Bajo el sol y la luna de provincia!


DIGO LA MINGA


El trabajo en la Minga se vuelve como fiesta,
como reunión de gentes unidas por la danza;
no la paga moneda de níquel ni banquero,
sino perfume y gloria de dulce Democracia.

Allí todos son hombres como en los viejos días
de la tribu primera cuando todo era santo:
la luz, el aire, el fuego, las cercanas estrellas,
el rumor de los ríos, el verdor de los pastos.

Hombres no más vistiendo los puros atributos:
el corazón, las manos, la mente pensadora,
y el sexo con las claras abejas susurrantes
donde la sangre inicia su color de amapolas.

Hombres no más, el Hombre que se siente el hermano
del Hombre, de las cosas de la tierra y el cielo,
de pie como los árboles que dan nidos y sombra,
con la morena frente desnuda de alfabetos.

Reunidos en la Minga cosechan los trigales
siegan con hoz la avena, la cebada, la alfalfa,
y entre los secos tallos, crujientes y amarillos,
del maizal enumeran las mazorcas granadas.

Si la pareja joven que nada nombra suyo,
salvo el amor en doble susurro compartido,
quiere enlazar sus cuerpos la Minga le construye
el rancho donde pueda madurar su destino.

Desde el adobe oscuro que es greda luminosa
hasta la puerta firme de fragante algarrobo,
desde el fogón al techo de pajas todavía
calientes por los nidos de perdiz o chingolo.

Si yo tengo en el Hombre la fe que tienen otros
en ídolos de barro, de marfil o de piedra,
será porque lo he visto conviviendo en la Minga,
nimbado por extraña, misteriosa belleza.

Yo era niño, recuerdo, con los jóvenes ojos
hambrientos de colores; yo era niño, recuerdo,
cuando asistí en los valles donde es dulce la roca
a la Minga y su fiesta de trabajo y esfuerzo.

Uno a uno con el alba llegaban los vecinos
en caballos los hombres, las mujeres en asnos
con los niños en ancas; por las lomas se oían
las voces y la brisa que precede a los pájaros.

Lento desfile de hombre subiendo con el día
al sitio donde estaba la urgencia de su ayuda;
consigo transportaban su pan o su merienda
o el vino que transmite la emoción de las uvas.

Nadie era el amo allí; todos eran obreros
con la luz en el pecho del hombre solidario;
nadie mordía el agrio rencor ni la amargura
del que siente en el cuello dogal de proletario.

De vez en vez el mate su círculo cerraba
y la caña brindaba su beso estimulante,
mientras la Obra iba creciendo entre las manos
como crecen las frutas de cáscara brillante.

Cuando la luz hería las venas del Poniente
y en el oscuro pasto los grillos despertaban,
bajo la noche nueva del tala o la morera
guitarras esparcieron el polen de la Zamba...


DIGO LOS OFICIOS

COMPATRIOTAS, dejadme que celebre,
con emoción de corazón fraterno,
los oficios del hombre que trabaja
bajo la luz de mi país pequeño,
mientras pulso guitarras interiores
y la calandria se remonta al cielo.

Y así digo el sabor de la amargura
de quien labora bajo un pozo negro
en las minas del Morro o Carolina
perforando tinieblas de roquedos
más allá de la estrella de carburo
que conduce a la ruta del tungsteno;
y saludo al Obrero que cosecha
sobre el duro blancor del Bebedero
esa Sal que le muerde la mirada
y le quema la sangre de los dedos;
y también a las tímidas muchachas
porque majan el trigo en el mortero
para el hambre del Padre que regresa
transfigurado de sudor labriego;
y a Santiago Vidal, que en Candelaria
hace prodigios cuando soba el cuero,
y fabrica rendajes y peguales,
fustas de gala, sólidos taleros
y los lazos que vuelcan al novillo
cuando el novillo es un impulso fiero;
y a don Claro Baigorria, que en Uspara
bebió la leche varonil del cerro
y en las noches de luna se dedica
a la caza de pumas con el perro,
el seguro puñal y su coraje
quemando siempre corazón adentro;
y saludo a las diestras Peladoras
que en los últimos días de febrero
inauguran la fiesta de las frutas,
bajo las huertas de Luján o Merlo;
y a los Peones que siegan alfalfares,
y los enfardan en un cubo prieto,
o levantan en parvas donde es lindo
yacer mirando anochecer el cielo,
mientras fluye el Conlara y se bifurca
sobre la red municipal del riego;
y saludo en el sol de La Totora
la fatiga de los Picapedreros
que persiguen al pan por el granito
más allá de martillos y barrenos;
y al anciano que vive en La Barranca
y cuyo nombre es Cayetano Cuello,
porque un día en la luna de la infancia,
cuando yo fui como arbolito tierno,
fabricóme dos mínimas ojotas
para soltura de mi andar pequeño;
y las manos de Sosa, que, inclinado,
corta adobones en el barro espeso,
mesturado de paja y de boñiga
como lo manda el ancestral Hornero;
y también a la mágica Dulcera,
ruborizada de salud y fuego,
que en la paila de cobre se retrata
sobre el almíbar de su dulce nuevo;
y saludo al jinete solitario,
que decimos algunos Remesero,
cuando lleva vacunos y lanares
entre jornadas de ventoso invierno;
y al colono de Fraga cuando siembra
en la chacrita de la cual no es dueño
la simiente que rueda por el surco,
pero también sobre su propio pecho;
y saludo a la anciana que en la pampa
biennombrada también del Tamboreo
porque tañe y percute en el galope
con el sonido de profundo trueno,
modelaba los cántaros de greda
para el arrope de chañar moreno;
y al oficio del Niño que en el asno
como él humilde, juguetón y bueno
se detiene en la puerta de los pobres
con la ganchada de espinillo seco;
y saludo a los peones que conozco
en la memoria de Jesús Robledo,
que en otoño partía a la cosecha
bajo la lona de un vagón carguero,
y una tarde quedó por la llanura,
junto a maizales de Venado Tuerto,
enraizado también como semilla
de cardo santo u ondulado trébol;
y al indio que teje en Guanacache
donde vivió la Chapanay un tiempo-
canastillos de junco y la piragua
de remar y cazar en los esteros;
y saludo a la anciana de El Talita
siempre vestida de percales negros,
porque tiene el oficio humanitario
de probar en el agua del espejo
la mirada sin ver, la dura cera
y el detenido corazón del muerto;
y saludo en la luna de Tilquicho
la vigília de oscuros Carboneros
cuando velan el horno que atesora
llama dormida en los carbones negros;
y en el verde sabor de la tisana
justifico la ciencia del Yuyero,
que promete una cura de fragancia
para los males del hermoso cuerpo;
y el oficio de Vega, que en un carro,
protegido de lonas o de cueros,
almacena cosechas del otoño,
desde la miel hasta los higos secos,
y quesillos, y rubios orejones,
y los pelones de dulzor trigueño,
y el patay en menudos panecitos,
y manojos de tónico mastuerzo,
para luego vender por los caminos
más allá de Mercedes y Paunero;
y también al descalzo Pastorcito
que en la quebrada donde mora el trueno
y las nubes se tocan con la mano
apacienta rebaños cuyo dueño
vive en el valle, protegido y gordo,
con buena cama y confortable techo;
y saludo en el Bayo que me lleva
por los veranos a galope lento
esa mágica ciencia de la doma;
que dominaba don Gregorio Oviedo;
y el oficio de Heredia, que una tarde,
en el lugar donde sembró Sarmiento
el primer alfabeto me mostraba,
como flores nacidas en sus dedos,
la caja y la luz de las guitarras
que fabricaba con exacto esmero;
y en el sur de caldenes y lagunas,
la progenie del indio Quichusdeo,
mientras lava pezuñas de los toros
bajo la fusta de un inglés enfermo;
y el oficio por todos estimado,
sagrado oficio de Faustina Argüello,
que conduce por venas femeninas
niños a ser perennidad de pueblo;
y saludo en los puños de Quiroga
la batalla sin mapas del Hachero
cuando lucha en el monte, y en el monte
deja su fuerza de varón entero
convertida en quebracho moribundo
o en algarrobo para siempre yerto
(y en el vino del sábado protesta
por la dureza de su sino negro);
y saludo la fuerza de Santana
porque domina virilmente al hierro
en la llanta del carro, el hacha rota
las hoces viejas para el trigo nuevo,
el arado rural y la herradura
que hace del trote tamboril legüero
y, allá por Alfalan y Las Meladas,
al muchacho que oficia de Boyero
y galopa llevando la tropilla
hasta la aguada donde grita el tero;
y a don Juan Báez saludo y rememoro,
y con él su destino de Platero,
en el mate de plata y la bombilla
donde concordia solidaria bebo;
y saludo a las núbiles muchachas
de cutis mate y relumbroso pelo,
cuando viajan en tren a las Ciudades,
que dominan las Vacas y el Dinero,
a vender juventud por servidumbre
a señoronas de pulidos dedos;
y en la mesa que a todos nos reúne,
a la orilla del pan y del puchero,
yo saludo la sombra campesina
de nativos y honrados Carpinteros;
Mauricio Barreda, Juan Orozco,
Pablo Aguilera, Sebastián Moreno,
Dolores Luna, Sinibaldo Funes,
Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero;
y saludo en la paz de La Botija,
donde parece remansarse el tiempo,
al patay que se tuesta en la ramada
bajo los ojos de Josefa Liendo;
y en la Zamba que sube por el río
musical y natal del Chorrillero
yo bendigo la voz de la Guitarra
sobre el regazo de los Guitarreros;
y en el cofre tallado cuya tapa
dice el Escudo de los cuatro cerros
con el sol y los tímidos venados
nombro el oficio de José Rosello;
y saludo en el poncho que me cubre
las manos suyas, doña Lola Agüero,
sarmentosas de reuma, pero leves
como lana de nube o de borrego,
que giraban el huso, y en el patio,
bajo los talas con su flor de cielo,
coordinaban los lizos y la trama
en los palos del telar doméstico.
Y también este oficio que me vino
por arterias de música y de sueño
y me ha dado la dicha de sentirme
boca del Hombre y corazón del Pueblo.


DIGO LAS GUITARRAS

Hoy les ruego silencio;
                     simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.

Nada más que guitarras.

La primera será la de don Mauro,
-allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho, duro poncho,
-suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.

Cierta vez en un pueblo
de la sierra que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:

«Poeta Agüero que viva
cogollito de cardón,
yo lo quiero porque dice
cosas de su corazón».

Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
— Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.

Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.

El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡»Camino de carros»...
Mañanitas de Merlo»...
»Caminito del Norte»...
Él las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.

Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.
Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porque suena
a dinero de feria y propaganda,
porque yo la quiero
modesta y humilde como un palo,
como una simple tabla,
como el mortero rural, o la batea
como el mortero, sí, como el mortero
en cuya boca ancha
se muelen las uvas de la Cueca,
el maíz de la Zamba,
y el trigo natal y comunero
que después será pan en las tonadas.

Don Crisanto Lucero cierta noche
quiso cruzar un vado del Conlara.
Entre los truenos y los rayos
de la tormenta de color de azufre,
y las violentas aguas;
su caballo era negro y en la noche
parecía un demonio
de crines enlutadas;
don Crisanto traía por delante,
sobre el apero de gozar domingos,
su mujer: la guitarra.
Y esto fue lo que vieron esa noche
los levantados hombros del Conlara:
un hombre solo hundiéndose en la muerte,
sobre el caballo de su amor de gaucho,
con las manos frenéticas alzando,
hasta la última ola de agonía,
para que no se ahogara
su mujer: la guitarra…
Aquí digo ese ataúd de música
que navega el Conlara.

Nada más que guitarras.
¿Y tu guitarra, Laura?
La pequeña guitarra que vendiste
por monedas una tarde en Larca,
entre la luz del aire con bumbunas
zorzales y cigarras
para pagar tu viaje hacia la muerte
donde esperaba sin saber tu amante.
Pero, ¿estás muerta, Laura?
¿Tu materia de luna se ha disuelto?
Solamente hay un muro con un clavo
donde cuelga sin ojos
y sin manos
la pequeña guitarra.

Jofré y Heredia son puntanos,
serenos constructores
de sonoras guitarras,
las fabrican de sueños,
las tejen de la nada
con rezagos de mesas inservibles,
con restos de antiguos ataúdes,
y sin embargo prontas
a cualquier resonancia.
Solamente guitarras.
Cuando el sábado enarbola:
las banderas del Vino.
Las guitarras
iluminan la noche desde Quines
hasta Buena Esperanza;
trepen a cualquier árbol,
asciendan a cualquier lomada,
podrán distinguirlas, invisibles,
más allá de las huellas del camino;
millares de guitarras,
nada más que guitarras...
Mejor morir en sábado
si queremos la muerte festejada.

Cada cosecha parten
los braceros puntanos,
a caballo
en camiones,
en vagones de carga
como otra bolsa más,
van al maíz,
al trigo,
a la vendimia,
a soportar los filos de la chala,
el mordisco sutil de la mazorca,
las ofensas del cardo, la urticaria
de la arpillera burda sobre el hombro,
y la lepra del amo
que les muerde la espalda.

Y sin embargo, luego, en los galpones
infernales de zinc, se recuperan
tañendo y soñando las guitarras.
Desde las cuerdas tensas
les sube, celeste, hasta la cara
una brisa de valles, que les dice
los cerros morados, el arroyo
donde sauces inventan la esperanza,
las venerables piedras amarillas,
los ranchos de adobes, la ternura
de los techos de paja,
y niños, más niños, otros niños,
detrás de mujeres solitarias.
Por un instante sienten
la libertad zumbar como una abeja,
o volar por el ámbito cerrado
como una golondrina equivocada.

Don Alonso Gatica, el «tartamudo»,
tenía un caballo, una montura,
el desamor de su amor,
y una guitarra;
diez mil lunas lo vieron en la noche
al pie de una ventana,
como ante el marco de un retrato oculto,
entonando la misma serenata;
comenzó cuando joven y ya era viejo
la noche aquella del gendarme torpe
que destripó a sablazos su guitarra;
lo mandaron a Oliva, encadenado
contra los hierros de una cama blanca.
-Murió de amor (rezaron las comadres).
-De amor por su amor y la guitarra.

Una noche saldré por la provincia
sin más compañía que estos Digos
que ayudaré a decir a la guitarra;
no llevaré más baqueano que mi instinto
de resero y calandria,
y caminaré caminos asfaltados
donde ruedan los autos de los ricos
que parecen los padres de las vacas,
recorreré las huellas de los carros
orilladas de tónico poleo
y díscolas viznagas,
y treparé senderos de caballo,
atajos de majadas,
las rutas que saben los mineros,
los pastores,
las cabras.
Y dondequiera se hermanen y reúnan
puntanos y puntanas,
les cantaré la guerra que proclamo,
esta guerra de paz que nos permita
conquistar la mañana,
incendiar la pobreza y los harapos,
quemar los maderos carcomidos,
decapitar el rencor, o fusilarlo,
derrotar heredados egoísmos,
sanar a los niños que agonizan
porque la leche falta,
repatriar a los jóvenes que parten
en trenes de sombra hacia ciudades
donde la vida es una muerte larga,
y romper los embrujos de la Sed
liberando los pájaros del Agua,
que duermen debajo de nosotros
prisioneros de rocas planetarias.

Para esa guerra tengo
-en un baúl sin llave-
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
-para el grito guerrero
y la rapsodia- una verde guitarra.

Y ahora les pregunto:
- ¿Y la otra guitarra,
la que guardo
entre pecho y espalda?
¿La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
La guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
¿Esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
¿Y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
esta hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero ¿es que no vale
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?.

Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.

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